En las segundas Moradas Teresa nos ha enseñado qué es la oración: querer la voluntad de Dios y no la nuestra, luchar con perseverancia por dejar atrás todo egoísmo, descubrir los recovecos interiores de nuestras pretensiones y canalizarlos hacia el amor. Ahora, en las terceras Moradas nos advierte del peligro de convertir este camino espiritual en piedra de tropiezo por apoyarse en sí mismo, en lo hecho, por exhibirlo ante Dios como un reclamo para exigir una respuesta o por quedarse parados como si ya lo hubiéramos hecho todo.

Nunca podemos olvidar que la iniciativa siempre es de Dios, hace a medida que nosotros respondemos. Nada de lo que hasta ahora hemos hecho da derecho a nada. Todo es un regalo. Esta gratuidad de Dios nos deja ante nuestra soberbia, también en lo espiritual, queremos, en el fondo, dominar y someter a Dios, plegarlo a nuestra propia voluntad, al propio interés y capricho, para que haga lo que yo quiero.

Pero la oración es cuestión de rendir la voluntad. No consiste en lo que yo hago, en lo que yo me propongo o en lo que yo le digo a Dios. Consiste en lo que Él hace, en lo que Él quiere y en lo que Él me dice. Hay que cambiar el objetivo de nuestra mirada y en vez de enfocar al propio ombligo elevar los ojos hacia el otro. No soy so el centro. Se trata de rendir la voluntad. Aquí está la clave de la verdadera espiritualidad y así lo refleja Teresa porque así lo ha aprendido de Cristo, quien no tuvo otra voluntad que la del Padre.

Puede hacerse un reproche, este rendir la voluntad es algo pasivo, demasiado cómodo, una huida del mundo y del propio compromiso, quedarme a un lado y dejar que todo lo haga Dios. Quien dice esto no ha experimentado qué es orar, no conoce a Dios y no ha entendido lo que significa ser cristiano. Porque es una pasividad, sí, pero implica una plena actividad. Esto solo se descubre plenamente al final de las moradas, cuando el servicio se hace el centro de la mística. Dios nos quieres plenamente comprometidos en este mundo, nos hace plenamente humanos para servir a todo ser humano que lo necesite. Esa es la pasividad activa de la fe que actúa por la caridad (Gal 5,6)

En estas moradas comenzamos a ver, entender, el protagonismo absoluto de Dios ese Dios que es trascendente porque no se pliega a las condiciones que le ponemos, sino que sigue actuando en la historia. Y ese Dios que está tan metido en nosotros mismos que se hace uno y que camina a nuestro paso.

En este momento se nos plantea un nuevo reto, ya vimos que en este camino nos encontramos con la sequedad, es decir, esos momentos difíciles. Ahora empieza a aparecer la prueba, la oscuridad, el sinsentido, lo que no se entiende, lo que realmente nos cuesta… Todo nuestro mundo se desmorona, se caen todos nuestros esquemas, tanto mentales como religiosos, psíquicos y espirituales. Todo se viene abajo, no hay donde agarrarse y comenzamos a querer abandonar. Pero Teresa nos dijo que no volviéramos atrás por nada, que perseveráramos, que había que abrazarse a la cruz, como Cristo, fiel hasta el final.

Y nos entran ganas de decir: yo no puedo, esto no es para mí, lo dejo. O bien surge un peligro aún peor: conformarnos con la ya conseguido, creer que he llegado a la meta, que ya hago oración y soy una persona espiritual. Estas son las almas concertadas que se conforman con poco y nunca pasan adelante.

Textos para la lectura.

TERCERAS MORADAS. CAPITULO PRIMERO

1. A los que por la misericordia de Dios han vencido estos combates, y con la perseverancia entrado a las terceras moradas ¿qué les diremos, sino bienaventurado el varón que teme al Señor? No ha sido poco hacer Su Majestad que entienda yo ahora qué quiere decir el romance de este verso a este tiempo, según soy torpe en este caso. Por cierto, con razón le llamaremos bienaventurado, pues si no torna atrás, a lo que podemos entender lleva camino seguro de su salvación. Aquí veréis, hermanas, lo que importa vencer las batallas pasadas; porque tengo por cierto que nunca deja el Señor de ponerle en seguridad de conciencia, que no es poco bien. Digo en seguridad, y dije mal, que no la hay en esta vida, y por eso siempre entended que digo «si no torna a dejar el camino comenzado».

2. […] Por eso digo, hijas, que la bienaventuranza que hemos de pedir es estar ya en seguridad con los bienaventurados; que con estos temores ¿qué contento puede tener quien todo su contento es contentar a Dios?

3. Por cierto, hijas mías, que estoy con tanto temor escribiendo esto, que no sé cómo lo escribo ni cómo vivo cuando se me acuerda, que es muy muchas veces. Pedidle, hijas mías, que viva Su Majestad en mí siempre; porque si no es así, ¿qué seguridad puede tener una vida tan mal gastada como la mía? Y no os pese de entender que esto es así, como algunas veces lo he visto en vosotras cuando os lo digo, y procede de que quisierais que hubiera sido muy santa, y tenéis razón: también lo quisiera yo; mas ¡qué tengo de hacer si lo perdí por sola mi culpa! Que no me quejaré de Dios que dejó de darme bastantes ayudas para que se cumplieran vuestros deseos; que no puedo decir esto sin lágrimas y gran confusión de ver que escriba yo cosa para las que me pueden enseñar a mí. ¡Recia obediencia ha sido! Plega al Señor que, pues se hace por El, sea para que os aprovechéis de algo porque le pidáis perdone a esta miserable atrevida. Mas bien sabe Su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia, y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio, sino llegarme a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, madre suya, cuyo hábito indignamente traigo y traéis vosotras […]

4. Mas una cosa os aviso: que no por ser tal y tener tal madre estéis seguras, que muy santo era David, y ya veis lo que fue Salomón; ni hagáis caso del encerramiento y penitencia en que vivís, ni os asegure el tratar siempre de Dios y ejercitaros en la oración tan continuo y estar tan retiradas de las cosas del mundo y tenerlas a vuestro parecer aborrecidas. Bueno es todo esto, mas no basta – como he dicho- para que dejemos de temer; y así continuad este verso y traedle en la memoria muchas veces: Beatus vir, qui timet Dominum (“Bienaventurado el varón que teme al Señor”).

5. Ya no sé lo que decía, que me he divertido mucho y, en acordándome de mí, se me quiebran las alas para decir cosa buena; y así lo quiero dejar por ahora. Tornando a lo que os comencé a decir de las almas que han entrado a las terceras moradas, que no las ha hecho el Señor pequeña merced en que hayan pasado las primeras dificultades, sino muy grande, de éstas, por la bondad del Señor, creo hay muchas en el mundo: son muy deseosas de no ofender a Su Majestad ni aun de los pecados veniales se guardan, y de hacer penitencia amigas, sus horas de recogimiento, gastan bien el tiempo, ejercítanse en obras de caridad con los prójimos, muy concertadas en su hablar y vestir y gobierno de casa, los que las tienen. Cierto, estado para desear y que, al parecer, no hay por qué se les niegue la entrada hasta la postrera morada ni se la negará el Señor, si ellos quieren, que linda disposición es para que las haga toda merced.

6. ¡Oh Jesús!, ¿y quién dirá que no quiere un tan gran bien, habiendo ya en especial pasado por lo más trabajoso? – No, ninguna. Todas decimos que lo queremos; mas como aun es menester más para que del todo posea el Señor el alma, no basta decirlo, como no bastó al mancebo cuando le dijo el Señor que si quería ser perfecto. Desde que comencé a hablar en estas moradas le traigo delante; porque somos así al pie de la letra, y lo más ordinario vienen de aquí las grandes sequedades en la oración, aunque también hay otras causas; y dejo unos trabajos interiores, que tienen muchas almas buenas, intolerables y muy sin culpa suya, de los cuales siempre las saca el Señor con mucha ganancia, y de las que tienen melancolía y otras enfermedades […] Mas aunque acá tenga muchos el rey de la tierra, no entran todos hasta su cámara. Entrad, entrad, hijas mías, en lo interior; pasad adelante de vuestras obrillas, que por ser cristianas debéis todo eso y mucho más y os basta que seáis vasallas de Dios; no queráis tanto, que os quedéis sin nada. No pidáis lo que no tenéis merecido, ni había de llegar a nuestro pensamiento que por mucho que sirvamos lo hemos de merecer los que hemos ofendido a Dios.

7. ¡Oh humildad, humildad! No sé qué tentación me tengo en este caso que no puedo acabar de creer a quien tanto caso hace de estas sequedades, sino que es un poco de falta de ella. Digo que dejo los trabajos grandes interiores que he dicho, que aquéllos son mucho más que falta de devoción. Probémonos a nosotras mismas, hermanas mías, o pruébenos el Señor, que lo sabe bien hacer, aunque muchas veces no queremos entenderlo; y vengamos a estas almas tan concertadas, veamos qué hacen por Dios y luego veremos cómo no tenemos razón de quejarnos de Su Majestad. Porque si le volvemos las espaldas y nos vamos tristes, como el mancebo del Evangelio, cuando nos dice lo que hemos de hacer para ser perfectos, ¿qué queréis que haga Su Majestad, que ha de dar el premio conforme al amor que le tenemos? Y este amor, hijas, no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras; y no penséis que ha menester nuestras obras, sino la determinación de nuestra voluntad.

8. Harto buena disposición es, si persevera en aquello y no se torna a meter en las sabandijas de las primeras piezas, aunque sea con el deseo; que no hay duda sino que si persevera en esta desnudez y dejamiento de todo, que alcanzará lo que pretende. Mas ha de ser con condición, y mirad que os aviso de esto, que se tenga por siervo sin provecho -como dice San Pablo, o Cristo-crea que no ha obligado a Nuestro Señor para que le haga semejantes mercedes; antes, como quien más ha recibido, queda más adeudado.

9. Mirad mucho, hijas, algunas cosas que aquí van apuntadas, aunque arrebujadas, que no lo sé más declarar. El Señor os lo dará a entender, para que saquéis de las sequedades humildad y no inquietud […] Pruébanos, tú, Señor, que sabes las verdades, para que nos conozcamos.