Iglesia de Jerusalén

Según el libro de los Hechos de Lucas, costó trabajo, años, e incertidumbre poner en marcha el movimiento cristiano. Da la impresión de que el Espíritu Santo se debió dedicar muy a fondo para que cuajara la semilla dejada por Jesús.

Los apóstoles, incluido el ilustrado Pablo, creyeron durante muchos años que el cristianismo tenía que ser un apartado de su religión judía. Al principio, ni Pablo se fue en busca de los gentiles. Al llegar a cualquier pueblo nuevo buscaba la sinagoga judía como base de su evangelio. Hasta que una y otra vez lo echaban como paganizante.

La “iglesia central” de Jerusalén estaba dirigida por un pariente de Jesús, llamado Santiago, hombre devoto, fariseo, exacto cumplidor de la Torá. Este Santiago, el “hermano mayor” de Jesús, no había seguido sus enseñanzas ni su camino: ¿No es éste el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas? Y se escandalizaban de él. (Marcos 6:3)

Ya resucitado, creyó que era inminente la restauración del Reino de David. Este Santiago era hombre bueno y por ser pariente de Jesús, hasta Pablo y Pedro le respetaban. “Después, pasados tres años, subí a Jerusalén para ver a Pedro, y permanecí con él quince días; pero no vi a ningún otro de los apóstoles, sino a Jacobo el hermano del Señor” (Gálatas 1:18-19)

Fin de la dinastía de Jesús.

Pablo acompañó a Santiago al Templo a purificarse y rezar como judío, pero algunos judíos que le habían visto predicando en el curso de sus viajes lo reconocieron. El centurión romano responsable de mantener el orden en el Templo tuvo que rescatarle para evitar que le lincharan.

En el año 62, el sumo sacerdote Anás, hijo de aquel Anás que había juzgado a Jesús, hizo detener a Santiago lo juzgó ante el Sanedrín y lo arrojó desde lo alto de la muralla del Templo, posiblemente desde el pináculo donde su hermano había sido tentado por el diablo. Santiago fue a continuación lapidado y recibió el coup de grâce con un martillo.* Josefo, que vivía en Jerusalén, criticó a Anás y lo calificó de «salvaje», y explicó que, en su mayoría, los judíos estaban horrorizados: el hermano de Jesús siempre había sido respetado por todos. El rey Agripas destituyó de inmediato a Anás.

Entre el año 66 a 70, los romanos hartos de los disturbios internos y del incordio constante del pueblo judío, se presentaron en Jerusalén

Fin de Jerusalén

Destruida la ciudad y completada su gira de sangrientos espectáculos, Tito pasó de nuevo por Jerusalén, donde comparó sus melancólicas ruinas con su gloria desaparecida. A continuación zarpó hacia Roma a celebrar la conquista de Jerusalén llevándose con él a los líderes judíos capturados, a su regia amante Berenice, a su renegado favorito, Josefo, y los tesoros del Templo. Vespasiano y Tito, coronados de laurel y vestidos de púrpura, emergieron del templo de Isis, fueron saludados por el Senado y ocuparon su lugar en el foro para asistir al espectáculo de uno de los triunfos más extravagantes de la historia de Roma.

El desfile de estatuas de dioses y carrozas doradas, algunas de tres y hasta cuatro pisos, cargadas de tesoros, les ofreció a los espectadores “maravilla y magnificencia», observaría Josefo con acritud, «porque era de ver aquí una tierra fértil y abundante» que había sido devastada. La caída de Jerusalén se representó en forma de tableaux vivants, cargas legionarios, matanzas de judíos, el Templo en llamas y, en la parte superior de cada carroza, en pie, los comandantes romanos de todas las ciudades conquistadas. Tras ellos seguían, en opinión de Josefo, lo más cruel de todo el espectáculo, los espléndidos tesoros del Santo de los santos: la mesa de oro, los candelabros y la Ley de los judíos. El prisionero estrella, Simón ben Gioera, fue exhibido con una soga al cuello.

Cuando la cabalgata se detuvo ante el templo de Júpiter, Simón y los cabecillas rebeldes fueron ejecutados, la multitud estalló en aclamaciones y se ofrecieron sacrificios. Allí murió Jerusalén, reflexionaría Josefo: «Ni su antigüedad. Ni su gran riqueza, ni su gente diseminada por todo el mundo habitable, ni tampoco siquiera la gran gloria de sus ritos religiosos, fueron suficientes para impedir su ruina.

Luis Alemán Mur

JERUSALÉN. LA BIOGRAFÍA

SIMON MONTEFIORE