Francisco, dos años después: La primavera del Reino

“Los cristianos estamos legitimados, con Francisco, a tomar las riendas de nuestras iglesias”

Desde hace dos años, los que estaban ciegos y sordos, los que ni oían ni veían porque se les habían cerrado todas las opciones, ven y oyen cosas inauditas, cosas que hace unos años harían resucitar a los muertos

“Nuestro sitio está con los que sufren. Si los pastores no están ahí, habrá que pedirles cuentas”

Seis millones de

Bernardo Pérez

Dos años con Francisco como obispo de Roma y ya nos parece que todo lo anterior fue un sueño, una pesadilla larga y profunda de la que no podíamos despertar. Algunos, incluso, llegaron a perder la esperanza de ver una forma de ejercer la autoridad en la Iglesia que se pareciera en algo a lo que el nazareno vivió y propugnó con su vida y su palabra.

Demasiado acostumbrados estábamos ya a tener que soportar que el ministerio se entendiera como un poder o como una acción funcionarial; que la vida de la institución se redujera en muchos aspectos a una carrera eclesiástica donde lo que importa es el cargo y no la carga; que las relaciones de la Iglesia con el mundo estuvieran marcadas por el tactismo y las componendas y no por la denuncia crítica y la actitud profética.

Pero, llegó Francisco, y con él llegó el escándalo para los que siempre han ostentado el poder y han gustado de los primeros puestos en los banquetes, de vestir largos y caros vestidos, de morar en caras mansiones, de codearse con los poderosos y de tener la mano larga y la sonrisa presta ante los que compran con dádivas un trocito de su cielo en venta.

Al principio, estos tales, pretendieron hacer creer que no había cambiado nada, que Francisco era el Papa y que como tal actuaría, dando a entender que en las cosas verdaderamente importantes nada iba a cambiar. No fue así. Francisco puso la Iglesia en salida, pidió a los pastores que se mezclaran con el rebaño hasta oler a oveja, sobre todo a oveja descarriada. Debían ir a las periferias y alejarse de los centros de poder donde todo es demasiado fácil y demasiado cómodo. Los cardenales y los obispos de Francisco deberán ser hombres dispuestos a dejarlo todo por el Reino de Dios y su justicia.

De esta manera, de arriba hacia abajo, Francisco empezó a cambiar la Iglesia, desde la cabeza a los miembros. Y envió una señal inequívoca al Pueblo de Dios, a los de abajo: no tenemos que soportar pastores que no dan la vida por sus ovejas, no hemos de callar la verdad que está en el sentir de los fieles, no podemos ser cómplices de unamanera de ser iglesia que nos lleva a la muerte por inanición.


Los cristianos estamos legitimados, con Francisco, a tomar las riendas de nuestras iglesias, a implicarnos en la vida social y política, estando cerca de nuestros hermanos que sufren, de los desahuciados, de los marginados, de los precarizados, de los indignados. Debemos estar y ser con el mundo que sufre la injusticia que ocultan con la mentira. No está nuestro sitio con los cómplices del latrocinio que se está llevando a cabo contra las estructuras del estado social y derecho en los países occidentales.

Hemos de ser honestos con nuestra fe y radicales en nuestra acción, se acabó ya el tiempo de los miedos, de las medias tintas. Nuestro sitio está con los que sufren. Si los pastores no están ahí, habrá que pedirles cuentas. El que no crea que el Reino de Dios está cerca, es que ha perdido la verdadera y única fe que propugnó Jesús, no la fe en él, sino la fe en el Dios del Reino. Hoy más que nunca, con Francisco, el Reino se hace visible en medio de nosotros. Estamos viviendo la primavera del Reino.

El Concilio Vaticano II fue la primavera de la Iglesia. Por fin despertaba de su largo sueño dogmático y empezaba a mirar el mundo con los ojos de la fe, no de la dogmática. Fue una eclosión de vigor que puso patas arriba todo, desde la liturgia hasta la formulación de la fe, desde el lenguaje hasta las prácticas concretas. Pero, los miembros de la Iglesia no estaban preparados para vivir una revolución y pronto el miedo cundió. Los más osados quisieron poner el Reino como categoría central del hacer y decir de la Iglesia, no se dieron cuenta que la Iglesia no es ni puede ser el Reino de Dios, ese fue el gran error del pasado, confundir la Iglesia con el Reino.

El Reino está dentro y fuera a la vez, se construye por los cristianos y por los no cristianos, se vive en cada lugar donde los hombres se comportan como hermanos y la misericordia, justicia y caridad son la norma a seguir. El Reino es el proyecto a seguir, no un modelo a imitar.

Por eso, el Concilio quedó como una primavera en la Iglesia, tras la que vino el verano, el otoño y el largo y duro invierno. Ahora, lo que vivimos con Francisco es la conciencia de que la Iglesia no es sino un instrumento del Reino. Un instrumento privilegiado, sacramento universal de salvación, pero uno más. Ser conscientes de esto es lo que Francisco nos ha regalado. Que nosotros somos capaces de construir el Reino en medio del mundo con nuestros hermanos los hombres. Como Juan Bautista, podríamos preguntar si era Francisco el que había de venir, y la respuesta no es otra que: “los ciegos ven, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia”.

Desde hace dos años, los que estaban ciegos y sordos, los que ni oían ni veían porque se les habían cerrado todas las opciones, ven y oyen cosas inauditas, cosas que hace unos años harían resucitar a los muertos. Cosas como que el papa pida ser bendecido por el pueblo, que no viva en su residencia vaticana, que no ostente los símbolos del poder, que no viva como un poderoso, que ejerza el ministerio como un servicio.

O que hable como pastor del Pueblo de Dios, que se dirija a los poderosos para pedirles conversión, que critique la economía capitalista, que mata, que se acerque a los que sufren las consecuencias de la economía, de la política de exclusión, de la sociedad de consumo. Pero lo más importante no es que los muertos resuciten, sino que a los pobres, a los humillados y ofendidos, a los emigrantes, a los perseguidos, a los precarizados, a los marginados, se les anuncie la Buena Noticia, que no es otra que Dios ama a los que sufren las consecuencias del pecado de este mundo de desecha a la mayoría de la humanidad.

Sí, Francisco es el que había de venir. Lo hemos esperado mucho tiempo, pero su presencia hoy nos llena de alegría renovada y nos da más fuerza para seguir en la brecha. Cada uno en su ocupación, pero comprometido en hacer avanzar esta propuesta de poner la Iglesia entera al servicio del Reino. Porque, hoy más que nunca, este mundo al que tanto amamos, necesita una transformación radical, necesita una revolución, necesita el Reino de Dios.