Hambre en los niños: sociedad arruinada

La noticia que nos han dado, y según la cual hay ahora mismo en España bastante más de dos millones de niños que pasan hambre, equivale a un “parte de guerra”. Y conste que, al decir esto, no estoy sacando las cosas de quicio. Lo digo utilizando exactamente el mismo vocabulario que utilizan los que saben de verdad de estas cosas.

El Nobel de economía Joseph Stiglitz ha citado, repetidas veces, lo que dijo el multimillonario Warren Buffett: “Durante los últimos 20 años ha habido una guerra de clases y mi clase ha vencido”. Efectivamente, así es. En los países del sur de la Unión Europea, en el Gran Sur que se configura en el arco que va desde Chipre a Irlanda, pasando por Grecia, Italia, España y Portugal, ha dejado ya su marca de derrota y destrucción la clase vencedora, la clase rica y dominante. Que es la clase que ha vencido y domina a la clase pobre y dominada.

En los países que acabo de mencionar, la clase media se ha debilitado, se ha empobrecido. Cada año que pasa, esa clase, que era la franja ancha y fuerte que daba consistencia a nuestra sociedad, es la clase que tiene menos peso social y político. Y lo que es más grave: en estos países se agiganta por días la brecha enorme que separa a ricos de pobres. El caso de España es elocuente y aterrador en este sentido. En pocos años, nuestro país se ha encaramado casi a la cabeza de los pueblos y culturas en los que la distancia entre los más ricos y los más pobres ya va a ser insalvable durante muchas décadas. Y, ¡por favor!, que nadie me venga con soluciones a “largo plazo”. Ya Keynes nos advirtió de que “este ‘largo plazo’ es una guía errónea para comprender el presente. A ‘largo plazo’ estaremos todos muertos”.

Este texto de Keynes fue oportunamente recordado, hace dos años, por Paul Krugman, también Nobel de economía. Y es que, si no estamos muertos, la marca de los derrotados será espantosa. Como saben muy bien, en los países más pobres del mundo, los niños y niñas, que pasan años de hambre, quedan inevitablemente sellados para una muerte prematura. Y para una vida indigna y vergonzosa. Lo que les espera a esas criaturas son enfermedades nutricionales, neurosiquiátricas, respiratorias, carencias de vitaminas, limitaciones en la vista, en la dentadura, lesiones cerebrales, amenazas de procesos depresivos y un largo etcétera, que no viene al caso enumerar. Ni yo soy experto en medicina para hacer eso. Lo que sí digo es que los derrotados tienen un futuro muy oscuro, demasiado incierto y, en todo caso, a sabiendas de que será un futuro de pobres gentes que irán tirando de la vida a duras penas, mientras el cuerpo aguante, que no será mucho.

No he pretendido ser tremendista, por más que tremendo sea lo que estoy diciendo. Lo he dicho, y lo mantengo, porque se trata de poner los pies en el suelo, de mirar al frente con frialdad, en cuanto eso es posible. El futuro que nos espera a los vencidos es muy duro. Porque, tal como se han puesto las cosas, quien mande en este país, sea quien sea, lo tiene duro, muy duro. Porque durísima es la situación a la que hemos llegado. Con los pies en el suelo y mirando al frente, no nos hagamos ilusiones. Hemos perdido la batalla de la historia y del futuro. Se parte el alma cuando sabemos que cada noche, en nuestro país, más dos millones de niños se acuestan con hambre. Duro es pasar hambre. Pero hay sensibilidades para las que es más duro pasar vergüenza. Y qué vergüenza, ¡santo Dios!, es tener que pasar necesidad, tener que aguatarse y callar, soportar el sufrimiento de los que uno más quiere en la vida. Y a todo esto, añadir la pérdida de confianza en uno mismo. Sintiéndose además culpable. Porque no se cansan de decirnos que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades.

Confieso que me da miedo, mucho miedo, el resentimiento acumulado. Porque un resentimiento así, pasa factura. El día que menos lo esperamos. Y como ni siquiera nos atrevemos a pensarlo.

Ojalá me equivoque. Pero sólo añado, a quien lea esto, que me ha salido del dolor inmenso que nos produce – a quienes queremos tener todavía un mínimo de humanidad – el sufrimiento de un niño que llora de hambre.

Para terminar, ¡por favor!, que nadie me diga que, al decir todo esto, me meto en política, que soy rojo, violento o anti-sistema. Me importa un bledo que me digan eso o cosas peores. Si hablo de esta manera, y lo digo así, es porque estoy convencido de que si me callo, entonces es cuando me haría cómplice del sufrimiento de los más débiles y los más inocentes.

José M. Castillo