Amor entre monje y monja en los monasterios de Meteora 

 

Minimalista historia de amor erótico, con sabor a icono bizantino, entre un monje y una monja ortodoxos, separados y unidos por el trágico paisaje de los monasterios de Meteora.

Pocos emplazamientos tan dramáticos como dichos monasterios enclavados en unas imponentes masas rocosas originadas por un hundimiento geológico, hace cientos de miles de años, en la llanura de Tesalia al norte de Grecia. Encaramados en esos picos de forma inverosímil, los religiosos se construyeron cenobios, huyendo de los turcos, en el siglo XIV, que están habitados desde entonces por monjes ortodoxos griegos -uno de ellos por monjas-, a los que tenía un acceso a través de redes y canastas alzadas por poleas, antes de construyeran escalas. En pocos sitios el ser humano ha logrado acercarse físicamente al cielo como aquí, conjugando el simbolismo religioso trascendente con la belleza ascético-mística del paisaje de este lugar declarado por la UNESCO patrimonio de la humanidad.

Spiros Stathoulopoulos es un joven director greco-colombiano, cuyo esfuerzo por la creatividad y ruptura se puso ya de manifiesto en su primer largometraje, PVC-1, la historia de una joven que ha de sobrevivir con una bomba-collar fabricada de material plástico. Con Meteora, ganadora de diversos reconocimientos en festivales en Cartagena, Cannes y Bangkok y Berlín, se plantea otro singular desafío: confrontar el amor del cielo y de la tierra, el espíritu y la carne, a través de la relación amorosa casi imposible entre un monje ortodoxo griego, Theodor, y una novicia ortodoxa rusa, Urania, separados por el abismo que media entre los riscos de sus respectivos monasterios, ambos situados a más de seiscientos metros de altura, además de por el abismo mayor de su opción personal, el voto de castidad. Para ello, como si de un libro miniado se tratara, Spiros acude a la elementalidad de la iconografía bizantina, con rostros hieráticos y fondos en oro, para ilustrar este pequeño relato con animaciones que dividen los capítulos del film.

Película contemplativa, de pausado ritmo, pretende incrustar la historia de amor en unas imágenes casi documentales, entre brumas y estáticos planos del trágico entorno, con la vida simple y retirada de los monjes: sus oraciones, su culto a los iconos, las candelas, y los ritos litúrgicos. Los primeros encuentros de la singular pareja se reducen a silencios e intercambio de sus cruces colgantes. A medida que avanza el film crece la relación preverbal, orquestada por el paisaje que les separa y las pequeñas anécdotas de un mundo rural, como las canciones que un pastor interpreta en su flauta. Es el mundo suspendido entre arriba y abajo, comunitario e individualista. Hasta que Theodor consigue sacrificar “la carne”, un cordero simbólico, que cocina para Urania, primer momento de su arrebato carnal. Luego habrán de acostumbrarse a señales lumínicas desde sus celdas, mientras la pasión crece en la cercanía-distancia.
Stathoulopoulos opta por una estética minimalista donde los dibujos y animaciones cobran una particular importancia desde el arranque del film. Dos son especialmente importantes: el del laberinto, donde Theodor llega a través de este a un Cristo crucificado, al que él mismo le clava las manos. De ellas brotan ríos de sangre que se convierte en un mar que le arrastra junto a su amada fuera del laberinto. Otro representa a Urania que desde la ventana de su monasterio se quita la toca y suelta su cabello que, trenzado, crece por el aire hasta alcanzar el convento de Theodor. Este a continuación, como un funambulista, camina sobre el pelo de la joven hasta ella.

Estos inspirados dibujos contrastan con la fotografía de las escenas de los personajes, demasiado realistas y en exceso impasibles en su comunicación, de manera que su represiva relación sexual resulta más importante que sus gestos de emoción y ternura. Aunque el realizador parece decantarse por la objetividad, sin juzgar la historia, ésta tiene una fuerte carga teológica de sentimiento de culpa -ella por ejemplo se quema la mano como expiación-, sin que las motivaciones trascendentes aparezcan, si no es por la música religiosa y los claroscuros conventuales. En una palabra, pese a su aparente sobriedad, el greco-colombiano, que teme ser excomulgado de su religión ortodoxa (por parte de madre es católico y estudió con los jesuitas en la Universidad Javeriana de Bogotá) y ahora contrario a las religiones, explota la morbosidad en las escenas eróticas, como es por ejemplo, durante el encuentro de amor en la cueva, la inverosímil situación de que, estando ambos completamente desnudos, ella no se quite la toca, o la contenida secuencia del onanismo de la religiosa. Estas escenas crearon dificultades al film por censura de la Iglesia ortodoxa en Grecia, donde está prohibido. Por otra parte, según confiesa el propio director, hay elementos occidentales como son los cantos en latín, con lo que Spiros intenta presentar su doble pertenencia: padre griego y madre colombiana. Son intencionadas también la presencia de relojes y otras modernidades: “Quería presentar la atemporalidad”, confiesa.

Aunque Meteora contiene momentos de belleza, que le prestan el paisaje y las animaciones, su minimalismo pretendido, más cortedad de registros que contención poética, le impide alcanzar la sugerencia estética de una obra de arte. Tanto el guion como la interpretación se quedan cortos y, pese a momentos sutiles, como el lenguaje de las dos elocuentes manos tras unas retamas, no logra atravesar y conectar los dos estilos del film, que en su ficción resulta demasiado obvio y simplón desde el comienzo ni que se advierta transmisión alguna entre los protagonistas.

Sus últimos planos parecen evocar que ambos monjes consiguen la libertad por los campos de Meteora, pero nunca sabemos si habrán alguna vez superado el persistente dualismo entre tierra y cielo, carne y espíritu, culpa y liberación. “Mar, libertad, desesperación”, últimas palabras que Urania le dice Theodor en su lengua materna, parecen evocar que la contradicción entre carne y espíritu persiste. Al final no deja de ser un pequeño documental sobre Meteora ilustrado con una alicorta historia erótica de pasión, más que de amor, donde las animaciones son más expresivas que el misterio de los personajes que lo encarnan y que a fin de cuentas nunca llegamos a barruntar. Stathoulopoulos sí, toca la carne, pero se queda en la cáscara del espíritu.