Más sobre ¿san? Juan Pablo II

Raro es el día en el que el difunto Papa no aparece en los medios mezclado en algún asunto poco o nada eclesial

 


Juan Pablo II bendice a Marcila Maciel

 

 

Por “canonizables” que hayan sido, o sean, multitud de católicos, el de haber superado -¡por fin!- cuantos obstáculos e impedimentos llevan consigo los respectivos procesos de beatificación-canonización, resultará de por sí, discutible. Difícilmente el asentimiento será universal, a favor del “sí” o del “no”, aún presente el dato de que en definitiva, y en la historia eclesiástica de los tiempos primeros, fue el pueblo y no sus representantes “oficiales”, el “canonizador”, que elevó a los altares los nombres, ministerios y oficios de sus “vida y milagros”.

Y es que la fe, el amor a la Iglesia, la adoración a Dios y más teniendo esta que pasar necesariamente por el servicio a los pobres, resulta de difícil valoración ni en los protagonistas, ni en quienes la institución canónica les encomendara su reconocimiento. De entre tantas conclusiones a las que es posible llegar, destaco en esta ocasión el dato de que, cuestionar si el beatificado o el canonizado lo fue con razón o sin ella, no es dogma de fe, por lo que el término “hereje” jamás estará al acecho de quienes piensen y actúen en sentido contrario al oficial o jerárquico, antes o después de las solemnes y caras –carísimas- proclamaciones y ceremonias rituales.

Concretamente la beatificación-canonización del papa Juan Pablo II es una de las referencias más cercanas, significativas y sobresalientes del “Santoral” o “Año Cristiano” de los últimos tiempos. El hecho en sí y sus circunstancias favorecen la polémica acerca de la cual –y tal vez con la mejor de las intenciones- las aportaciones de datos, de reflexión y de evangelio, contribuirán al bien de la Iglesia, precisamente en el apartado de la religiosidad popular que es uno de los pilares sobre los que se sustenta el edificio de la salvación integral e integradora, que ella “sacramentaliza” y “predica”, no solo ni fundamentalmente con los cánones de su Derecho, sino con los versículos de los evangelios.

Son muchos, y cada día parecen ser más, los católicos en desacuerdo con la elección para haber sido elevado a los altares de la Iglesia universal, precisamente al todopoderoso Juan Pablo II, Supremo Pontífice, a quien le correspondió ejercer su ministerio en los años posteriores al Concilio Vaticano II, punto de referencia cabal del cambio-reforma por la que se clamaba por esos mundos de Dios y a cuya demanda ya intentaba responder, sin fortuna, parte de la Iglesia.

Pero el hecho es que, es raro el día y rara la sección de los medios informativos correspondientes, y no siempre “religiosos”, en los que de alguna manera no aparezca todavía el nombre de Juan Pablo II, entremezclado con acontecimientos y comportamientos poco o nada eclesiales, por acción u omisión, propia o ajena, pero con su anuencia y hasta con sus bendiciones. Descender a casos concretos no es mi tarea. Basta y sobra con estar atentos a noticias relativas a economías vaticanas “non sanctas” siempre, a señalamientos pederastas aún judicializados, a defecciones de curas, monjas, monjes y aún cardenales, a actividades “curiales”, a inmisericordes y anatematizadoras condenas contra teólogos, mientras que otros fundadores de congregaciones o movimientos “religiosos”, eran enaltecidos como ejemplos de vida cristiana, sin faltar a la cita piadosa de masivos recibimientos triunfales en los que precisamente el nombre de Dios –JESÚS- era ensombrecido por la figura papal y por su cortejo.

Por supuesto que en tan “religiosas” y patrióticas apariciones no faltaban los políticos de turno, algunos dictadores, -“todo se pega”-, en cuyos “mandatos”, se habían registrado y producido verdaderos mártires de la fe, que posteriormente han sido “revestidos” de santos canonizados, como en el caso de Mons. Romero y tal vez, en su día, en el de Mons. Casaldáliga…

A quienes –personas y aún movimientos religiosos- les “supo a gloria bendita” contribuir al enaltecimiento canónico de Juan Pablo II elevándolo “al honor de los altares”, con o sin milagros o milagrerías, seguramente que les resultará de provecho espiritual y testimonial, que el referido papa “pasó” del Concilio Vaticano II y de la reforma de la Iglesia que, por fin y con dificultades supremas, intenta afrontar el papa Francisco, con el convencimiento pastoral de que el “¡santo súbito!” no será para él, reformada o sin reformar todavía la Curia Romana, canonizadora de sí misma y de sus dicasterios durante tiempos tan largos, dolorosos y nada evangélicos ni evangelizadores.

Las últimas noticias, como la de “Escándalos sexuales en la Iglesia de Polonia”, son y serán desgraciadamente tan solo penúltimas…