Seglares2

En ellos yacía una muchedumbre,

los enfermos, ciegos, tullidos, resecos”.

(Juan 5,3)

Creo que está claro, porque entre otras cosas no lo quiero ocultar, que mi pensamiento teológico va decididamente en contra de la teocracia clerical que invade el cristianismo. Y dentro del cristianismo, de manera muy acusada el catolicismo.

No sólo no existe un pensamiento cristiano laico. Es que todo está montado para que no pueda existir. Dentro del cristianismo reina una absoluta dictadura clerical sobre la fe cristiana. Y esto desde muy antiguo

Y por unas vueltas que se le dé, en el Nuevo Testamento no hay fundamentos mínimos sobre los que edifican al andamiaje clerical que, hoy y desde hace mucho tiempo contamina y paraliza la acción del Espíritu.

Pudiera ser que durante algún tiempo siglos- ese andamiaje haya sido conveniente, como la leche para el bebé. Pero el biberón nos ha convertido a todos en niños que provocan lástima, risa o desprecio.

Y cuando se habla de “teocracia clerical” no se habla sólo del clero profesional, de los funcionarios del “aparato”. Existe un subclero todavía más combativo y penoso. Me refiero a esas camarillas de seglares de sacristía que viven en los atrios del templo, que son portavoces del clero. “La Iglesia ha dicho, la Iglesia quiere, la Iglesia manda” significa en realidad que el párroco ha dicho, el obispo quiere o el Vaticano manda. Para ellos, Iglesia y clero, en la práctica, son sinónimos. Mantener a la Iglesia es mantener el Templo y al Clero. El seglar sigue siendo como antiguamente la España al servicio de la Cruz. (A veces con empuñadura de oro como ciertos “Institutos Seculares”. “Seglares” según el Derecho Canónico).

Todo esto no es sólo una corrupción terminológica o social. Lo malo es que obedece a una perversión teológica. Es decir, una traición radical al Evangelio.

Tiene muy mala solución este problema. Primero, porque toda la dogmática y toda la moral conocidas como cristianas están concebidas y elaboradas por el clero. Y segundo, porque, tano como las ideas, se defiende un enjambre de intereses que se sembraron allá por el siglo tercero. Lo clerical es como un sida que ha debilitado la semilla del Evangelio. Hay movimientos cristianos que aparecen como muy avanzados, pero que, en el fondo, nacen infectados por el sida clerical. Dos ejemplos. Uno, el de las mujeres sacerdotes. Es decir, mujeres que se quieren pasar al clero. Otro, los ex sacerdotes que quieren volver, ya casados, a ser sacerdotes. Es decir, desean un clero casado, como un clero reciclado.

Desde el punto de vista evangélico o de una teología liberada estas tendencias están trasnochadas como el Estado Vaticano o el catecismo de Astete. Son secreciones del Imperio cristiano que se resiste a la avalancha de la Historia o, lo que es lo mismo, a la fuerza del Espíritu.

Me parece muy bien que una mujer presida la Eucaristía. Me parece muy bien que una mujer proclame o explique el Evangelio de Jesús, me parece muy bien que una mujer presida una asamblea comunitaria del perdón mutuo. Pero, por Dios, que no sueñe -¡a estas alturas!- con ser sacerdote. El “sacerdocio” queda para los paganos. El sacerdocio fue una institución del Antiguo Testamento. No forma parte del Evangelio de Jesús. ¡Y que no aspire a ser funcionaria de la teocracia!

Sí tengo mucha más confianza en las llamadas “comunidades de base”: grupos de cristianos creyentes que, con una gran valentía y madurez deciden vivir su fe no contra el aparato clerical, pero si al margen de ese mundo estéril y, a veces, profundamente corrompido. Se asemejan a aquel que le dijeron “levántate, carga con tu camilla y echa a andar”. Llevaba 38 años -¡toda una vida!- tullido y tumbado en el Pórtico del Templo, esperando que alguien le arreglara el problema.

En resumen, la gran transformación de la Iglesia de Jesús vendrá desde abajo. Nunca de los de arriba, nunca desde el poder. Los “pobres” a los que se refería Jesús, no suelen encontrarse en nuestros arzobispados, en nuestros colegios cardenalicios, ni en los palacios. Por muchas cruces y altares que tengan los palacios.

Luis Alemán Mur