Pienso que Dios no es el Misterio. Pienso que nosotros somos un misterio. Cuando me crujen, nuevamente, todos los huesos, cuando estoy

como lechuza en la estepa,

como búho entre ruinas,

gimiendo como pájaro sin pareja en el tejado.

Mis enemigos me insultan sin descanso,

furiosos contra mí me maldicen.

En vez de pan, como ceniza,

mezclo mi bebida con llanto. (Salmo, 101)

 

Entonces necesito un Padre. En mi vejez necesito un Padre. No sé si se llama Yahvé, Dios, o Zeus (me gusta más Yahvé). Pero necesito que sea Padre. Y necesito un hermano con experiencia. Y necesito una fuerza que no tengo, como una brisa refrescante, como una lengua de fuego que me caliente y me ilumine.

Me estoy haciendo mi catecismo desde la vida ¡qué mal me explicaron la trinidad! ¡Qué mal me explicaron la eucaristía! con palabras que disecan la vida (“transustanciación”). ¡Qué mal me explicaron la Encarnación!

Hoy necesito a aquel Palestino que me traía al Padre, me sanaba. Necesito a la señora María. No la quiero “virgen”: la quiero madre, en silencio, sin entender nada. Necesito un trozo de pan y un vaso de vino que me lo ofrezca un hermano. Necesito estrechar la mano a todos, perdonar y que me perdonen: necesito un Padre, un Hermano, una Fuerza.

No me han servido de nada los misterios que me enseñaron y que estudié. Tuve muchos escribas y muchos sacerdotes y un Templo y una Torá muy larga, pero no había agua. Siempre seguía con sed. Soy el ciego Bartimeo, el paralítico de toda la vida, la mujer encorvada, el leproso marginado, con miedo en la mar y cojo en tierra. Incluso, a veces, apesto como Lázaro amortajado.

Necesito un padre ¡me da lo mismo cómo se llame! Necesito un hermano para hacer camino con él. Necesito una fuerza para llorar, para soñar, para esperar, para vivir.

 

Luis Alemán Mur