El mundo en el pensamiento del papa Francisco. (1º parte)

“El Papa Francisco nos recuerda que el cristianismo se juega en el amor”

En Francisco converge la mejor teología de la creación con una resuelta disposición a la evangelización en tiempos en que el mundo enfrenta una amenaza socio-ambiental apocalíptica.

La mirada del Papa Francisco ante el mundo es típicamente cristiana. Es más, en él advertimos un amor por el mundo y una solicitud por su salvación extraordinarios. En Francisco converge la mejor teología de la creación con una resuelta disposición a la evangelización en tiempos en que el mundo enfrenta una amenaza socio-ambiental apocalíptica.

En este artículo, nos centraremos en aquello que el Papa entiende por mundo y en lo que él considera pastoralmente fundamental en estos momentos de la historia. Su actitud ante la suerte del mundo queda sintetizada en estos términos:

Una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista- siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos (EG 183).

En esta ocasión nos basaremos en Evangelii Gaudium (EG) y Laudado si’ (LS), los dos documentos magisteriales en que Francisco aborda el tema con mayor detención.

Situación del mundo actual

A Francisco le interesa todo lo que afecta al mundo. Nada suyo le es indiferente. Celebra los innumerables progresos científicos y humanos, y la mejoría de la vida humana en muchísimos aspectos. Pero no se deja deslumbrar por estos adelantos. La suya es una preocupación muy honda por lo que está ocurriendo con las personas y el planeta.

Cincuenta años antes Gaudium et spes señaló como característica principal del nuevo período de la humanidad “cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero” (GS 4). En línea con este diagnóstico, Francisco llama la atención sobre el cambio de época, sobre el aumento de la velocidad con que estas transformaciones ocurren y sobre el impacto que tienen en los ritmos de la vida y del trabajo de las personas, y sobre la mucho más lenta evolución biológica.

A todo esto, cree él, debe sumarse que “el problema de que los objetivos de ese cambio veloz y constante no necesariamente se orientan al bien común y a un desarrollo humano, sostenible e integral”, todo lo cual se traduce en “deterioro del mundo y de la calidad de vida de gran parte de la humanidad” (LS 18). Son muchos los que viven precariamente. “El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad (EG 52).

A propósito de la situación ambiental, no obstante la enorme crisis, hay algunas señales de esperanza. Según el Papa “después de un tiempo de confianza irracional en el progreso y en la capacidad humana, una parte de la sociedad está entrando en una etapa de mayor conciencia. Se advierte una creciente sensibilidad con respecto al ambiente y al cuidado de la naturaleza, y crece una sincera y dolorosa preocupación por lo que está ocurriendo con nuestro planeta” (LS 19).

Esta situación del mundo no es casualidad para Francisco. Tanto los adelantos como la lamentable situación socio-ambiental son consecuencia de la acción humana. El problema del mundo actual es fundamentalmente ético:

Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales (EG 202).

La situación de grave daño y peligro en que se encuentra el planeta y los más pobres es consecuencia del pecado de la humanidad, pero no de ella en el mismo grado. Hay ciertamente personas que son solo víctimas. Los grandes culpables son los más poderosos y los países ricos que a través de la tecnocracia, la liberación de los mercados y la promoción de un crecimiento ilimitado de la economía, ha puesto a la Tierra al borde del abismo. Los principales culpables de estos efectos son “el actual modelo de desarrollo” y “la cultura del descarte” (LS 34). No puede llamarse desarrollo a la causa principal del desastre socio-ambiental.

Urge cambiar el modelo global de desarrollo. Así surgirán nuevos modelos de progreso. “Simplemente se trata de redefinir el progreso. Un desarrollo tecnológico y económico que no deja un mundo mejor y una calidad de vida integralmente superior no puede considerarse progreso (LS 194).

Por otra parte, también es necesaria una nueva cultura, una que cuide el planeta y se evidencie en nuevos estilos de vida. Se necesita una cultura y concepto de desarrollo que hagan caso del clamor de los pobres y de la Tierra. Las situaciones de inequidad planetaria “provocan el gemido de la hermana Tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo” (LS 53).

Todo esto es especialmente penoso porque la Tierra es hermosa. Tal vez ninguna encíclica hasta hoy ha subrayado tanto este aspecto. Dios creó el mundo hermoso. Por lo mismo, Francisco llama la atención sobre la fealdad predominante, la cual es resultado a su vez de decisiones éticamente imputables:

Mirando el mundo advertimos que este nivel de intervención humana, frecuentemente al servicio de las finanzas y del consumismo, hace que la tierra en que vivimos en realidad se vuelva menos rica y bella, cada vez más limitada y gris, mientras al mismo tiempo el desarrollo de la tecnología y de las ofertas de consumo sigue avanzando sin límite. De este modo, parece que pretendiéramos sustituir una belleza irreemplazable e irrecuperable, por otra creada por nosotros (LS 34).

Con esto, no obstante, no debemos desesperar. Dios que recrea incesantemente el mundo persevera en ofrecernos un mundo hermoso. Gracias al Cristo resucitado “cada día en el mundo renace la belleza” (EG 276). En cuestión de belleza, el mismo Jesús nos lleva la delantera. Él invitó a los suyos a estar atentos a la belleza que hay en el mundo, él que “estaba en contacto permanente con la naturaleza y le prestaba una atención llena de cariño y asombro” (LS 97). Jesús supo contemplar la hermosura de la creación e invitó a sus discípulos “a reconocer en las cosas un mensaje divino” (LS 97).

No hay que desesperar porque el hombre mismo es capaz de producir cosas valiosas y hermosas, “desde objetos domésticos útiles hasta grandes medios de transporte, puentes, edificios, lugares públicos. También es capaz de producir lo bello y de hacer ‘saltar’ al ser humano inmerso en el mundo material al ámbito de la belleza” (LS 103). Los aviones, los rascacielos, las obras pictóricas y musicales, y tantas otras pueden ser hermosas. En todo esto, en la “intención de belleza del productor técnico y en el contemplador de tal belleza, se da el salto a una cierta plenitud propiamente humana” (LS 103).

Como es posible advertir, Francisco vincula estrechamente lo social y lo ecológico, y la ética y la estética. El Papa, al llamar la atención sobre la situación del mundo, se suma a otras voces: “En muchos lugares del mundo, las ciudades son escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad, participación, justicia y diversas reivindicaciones que, si no son adecuadamente interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza” (EG 74). Aprecia las nuevas búsquedas espirituales, pero advierte sobre su validez: “más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro” (EG 89). Él recoge una demanda ética, estética y espiritual latente o manifiesta de la humanidad. El mismo mundo clama por ser distinto.

El Papa recoge una inquietud nueva en la historia de la humanidad, a saber, la preocupación de los medios ambientalistas por las futuras generaciones: “¿qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?” (LS 160). Esta pregunta debiera activar en nosotros una atención a lo más profundo, a la orientación del mundo, a su sentido y sus valores. Aún más, esta pregunta obliga a su vez a preguntarse por el sentido último de la realidad:

¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra? Por eso, ya no basta decir que debemos preocuparnos por las futuras generaciones. Se requiere advertir que lo que está en juego es nuestra propia dignidad. Somos nosotros los primeros interesados en dejar un planeta habitable para la humanidad que nos sucederá. Es un drama para nosotros mismos, porque esto pone en crisis el sentido del propio paso por esta tierra (LS 160).

En otras palabras, la crisis socio-ambiental actual ha puesto al mundo delante de sí mismo. La situación de muerte global eventual obliga a la humanidad a interrogarse por su razón de ser y, por ende, por el “cómo ser”. Este planteamiento tiene un valor definitivo. Sobre esta base se hace muy pertinente que la Iglesia anuncie el Evangelio. Es en este contexto, a este nivel de experiencia humana y colectiva, que la evangelización y la inculturación encontrarán su relevancia.

Respuesta evangelizadora de la Iglesia

Planteamiento pastoral fundamental

Ante un mundo que arriesga una pérdida total, pérdida que habrá podido ser consecuencia del pecado, la respuesta de la Iglesia, tal como lo plantea Francisco, ha de ser misericordiosa. No corresponde condenar al mundo. Tampoco desentenderse y apartarse de él. Por el contrario, afirma, “en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan” (EG 271).

Esto que parecerá obvio desde el punto de vista de la concepción de la salvación cristiana, no lo ha sido en la historia de la Iglesia. El Papa acusa el influjo de filosofías dualistas que llevaron al cristianismo a separarse del mundo para, supuestamente apartados de él, condenar su aspecto material y corporal. Dualismos malsanos han tenido un importante influjo en pensadores cristianos a lo largo de la historia.

Lamentablemente la Iglesia se alejó por esta vía del Evangelio. Olvidó que Jesús no fue un “asceta separado del mundo o enemigo de las cosas agradables de la vida” y que vivió “en armonía plena con la creación” (LS 98); “Jesús trabajaba con sus manos, tomando contacto cotidiano con la materia creada por Dios para darle forma con su habilidad de artesano” (LS 98).

Por otra parte, una equivocada antropología cristiana pudo dar pie a una mala comprensión de la relación del ser humano con el mundo. Muchas veces se transmitió “un sueño prometeico de dominio sobre el mundo que provocó la impresión de que el cuidado de la naturaleza es cosa de débiles” (LS 116). La actitud de los cristianos ante el mundo nunca ha debido ser la de quien se pretende adueñarse de él. Antes bien, la de quien se sabe su “administrador responsable” (LS 116).

Muy por el contrario de una fuga mundi, el Papa ha querido lanzar a la Iglesia al mundo a anunciar el Evangelio. “Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios” (EG 176). Dios reinará entre los cristianos allí donde predomine la fraternidad, justicia, paz y dignidad para todos (EG 186). Por esta vía se amará a Dios, no por otra. Su pontificado será recordado por haber querido poner a la “Iglesia en salida”, es decir, yendo al mundo, reconociéndolo y haciéndolo propio. La condición de posibilidad de la evangelización, y bajo este respecto, de la salvación del mundo, depende de un incesante identificarse la Iglesia con el mundo, y particularmente con el mundo sufriente. Lo afirma en estos términos:

La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad (EG 269).

La Iglesia no puede sino correr la suerte del mundo. Tal vez ha faltado en los documentos en comento un reconocimiento abierto del carácter mundano de la misma Iglesia. Todavía en los textos se advierte una separación entre ambos. Pero lo que es de subrayar aquí es que la Iglesia no hará nada por la salvación del mundo si no lo ama. Todo el empeño por ser “Iglesia en salida” tiene otra cara: la de acoger en su seno al mundo al que se va: “la Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (EG 114).

Esta acogida del mundo en la Iglesia e identificación con su futuro es especialmente importante cuando los más pobres quedan a merced de los intereses económicos. Nuestra realidad material y corporal hace de principio de solidaridad básico con toda la creación. De aquí que, por ejemplo, “la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación” (EG 215). Dios nos ha unido al mundo por amor. No viene al caso desentenderse o aprovecharse de él.