Empezamos el año con esta sensata reflexión de José Ignacio, con quien me identifico plenamente en esta serena esperanza, sin desbordamientos, en el paso del tiempo. AD.

De cómo será el año entrante no sabemos nada. Sí sabemos que evitar sufrimientos falsos e inútiles es uno de los mandamientos de la ley del sentido común. Esperar que el 22 será un año en que acabará la covid con sus variantes, sus consecuencias y sus pelendengues, es exponerse a un gran disgusto inútil si luego resulta que no es así. Entrar en el año con caras deprimidas porque creemos saber que todo va a seguir igual, es cargar con un sufrimiento inútil, si luego resulta que las cosas se arreglan.

Dejémonos pues de años nuevos y de uvas y juergas nocturnas. Todo eso no responde a ninguna realidad, sino a una convención que hemos montado para poder contar el tiempo y entendernos. Pero mañana no será en realidad ni día 1, ni de enero, ni del 2022; será un día más igual que hoy y que ayer. Lo otro es solo nuestro modo de hablar. Y empeñarse en que es día “de año nuevo” es como empeñarse en hablar danés (pongo por caso) cuando estamos en Chile. ¡Allí no vige ese idioma! Y nosotros hoy no estamos en Dinamarca (pongo por caso).

En mi lejana infancia, en las misas dominicales se decía aquello de “todos los días son santos y buenos para los que están en gracia de Dios”. Nunca supe por qué nos decían eso, pero era una manera de relativizar aquella santidad del domingo “día del Señor”. Venía a decirnos que aquello del domingo era una convención nuestra y que todos los días son iguales. Todos los días pueden ser domingos, también los de trabajo; y eso, más que del día, depende de la actitud con que lo abordemos nosotros.

¿No sería posible recuperar algo de aquel mensaje en horas de confinamientos y de virus mutantes? Todos los días pueden ser sanos para los que no tengan virus en el alma. Y aquí es donde deberíamos examinarnos un poco.

Prescindiendo de argumentos específicamente cristianos, hay prácticas terapéuticas como yoga y zen de las que hoy no se habla nada, y que estaban de moda en aquella presunta “normalidad” nuestra ante-covid, cuando tantos estaban infectados por el virus de la prisa, la hipertensión u el desgaste. Entonces servían poco porque pocos estaban dispuestos a cambiar de vida. Hoy sospecho que servirían para más, pero ya las hemos olvidado: servirían para darnos un poco de paz, de equilibrio y de serenidad interior cuando el oleaje del océano pandémico se encrespa y nos zarandea.

Siguiendo con el símil de la salud, sabemos que hay organismos que no producen algo que deberían producir: digamos que insulina, por ejemplo. Entonces esa insulina nos la han de inyectar desde fuera. Y algo de eso quizás sucede hoy con nuestra interioridad psíquica: nuestras almas deberían ser capaces de mantener esa interioridad suficientemente llena como para no desequilibrarnos.

En vez de eso, la covid parece habernos descubierto que nuestros interiores están bastante vacíos, por eso necesitan llenarse desde fuera: con reuniones, con contactos personales o masivos, con la droga del fútbol, con turismos… Todo eso no es malo, por supuesto. Pero sí es malo que su falta nos enferme: estamos como tantas gentes que si no toman Omeprazol o algún digestivo, acaban teniendo una mala digestión. Como nuestros abuelos con el bicarbonato.

En vez de eso están las palabras de una madre a su hijo durante estos días: “el no poder abrazarte hará que te quiera más. Deseo que te pase a ti lo mismo”. Me permito citarlas sin dar nombres, porque quisiera compartir el bien que a mí me hicieron.

En una situación mucho más dura que la hodierna, en plena dictadura nazi y durante la guerra, escribía una muchacha judía que solo el ver florecer un geranio junto a su ventana la convencía de que la vida tiene un sentido: las experiencias de sinsentido no brotan de la vida sino de lo que nosotros hemos hecho con ella.

Y para volver a donde comenzamos: dejémonos de si el 2022 será mejor o peor. Pensemos que, lo que sí podemos es llenar nuestra interioridad. O en el viejo refrán de que no nos alimenta lo que comemos sino lo que digerimos bien. Si un día salimos de la covid siendo personas menos vacías, a lo mejor hasta podemos decir que ha valido la pena. Que pase lo que pase, no vamos a morir en un horno crematorio de Auschwitz, como la muchacha antes citada.