Aunque camine por el valle de la muerte, nada temeré

En estos tiempos sombríos bajo la acción peligrosa de la Covid-19 un manto de temor y de angustia se extiende sobre nuestras vidas. Vivimos cansados existencialmente, por las personas queridas que perdemos, por las amenazas de contaminarnos y todavía más por no poder entrever cuándo va a acabar todo esto. ¿Qué vendrá después?

          Un israelita piadoso que pasó por la misma angustia nos dejó retratada su situación en el famoso salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. En él hay un verso que viene justamente a propósito de nuestra situación: “Aunque camine por el valle de la muerte nada temeré, porque tú vas conmigo”.

          La muerte bíblicamente debe ser entendida no solo como el fin de la vida, sino existencialmente como la experiencia de crisis profundas tales como grave peligro de la vida, persecución feroz de enemigos, humillación, exclusión y soledad devastadora. Se habla entonces de descender a los infiernos de la condición humana.

          Cuando se reza en el credo cristiano que Jesús descendió a los infiernos, se quiere expresar que conoció la soledad extrema y el abandono absoluto, hasta por parte de su Padre (cf. Mc 15,34). Él pasó efectivamente por el valle de la sombra de la muerte, por el infierno de la condición humana. Es consolador, entonces, oír la palabra del Buen Pastor: “no temas, yo estoy contigo”.

          Nuestro gran novelista João Guimarães Rosa en Grande Sertão: Veredas bien observó: “vivir es peligroso”. Nos sentimos expulsados del jardín del Edén. Estamos siempre buscando construir un paraíso posible. Vivimos haciendo travesías arriesgadas. Nos acechan amenazas por todas partes. Y en este momento con el virus, como nunca antes.

          Por más que nos esforcemos y las sociedades se organicen para ello, nunca podemos controlar todos los factores de riesgo. La Covid-19 nos ha mostrado la imprevisibilidad y nuestra vulnerabilidad. Por eso es dramática y a veces trágica la travesía humana. Al final, cuando se trata de asegurar nuestra vida, nos vemos forzados a confiarnos, más allá de la medicina y de la técnica, a un Mayor que puede llevarnos “a verdes praderas y fuentes tranquilas”, a Dios-Buen-Pastor. Esa entrega supera la desesperanza.

          Alarguemos un poco el horizonte: un gran dramatismo pesa sobre el futuro de la vida y de la biosfera. Miles de especies están desapareciendo por causa de la codicia y la falta de cuidado humano. El calentamiento creciente del Planeta unido a la escasez de agua potable puede confrontarnos con una crisis dramática de alimentación. Puede darse el desplazamiento de millones de personas en busca de su supervivencia, amenazando el ya frágil equilibrio político y social de las naciones.

          Aquí cabe invocar de nuevo al Pastor del universo, Aquel que tiene poder sobre el curso de los tiempos y de los climas, para que cree situaciones oportunas y suscite el sentido de la solidaridad y de la responsabilidad en los pueblos y en los jefes de Estado.

          Lo que hoy destruye nuestra alegría de vivir es el miedo. Es consecuencia de un tipo de sociedad que se ha construido en los últimos siglos asentada sobre la competición y no sobre la cooperación, sobre la voluntad de acumulación de bienes materiales, el consumismo, y sobre el uso de la violencia como forma de resolver los problemas personales y sociales.

          Lo que invalida el miedo y sus secuelas es el cuidado de unos a otros, especialmente ahora, para no contaminarnos con el virus ni contaminar a los otros. El cuidado es fundamental para entender la vida y las relaciones entre todos los seres. Sin cuidado la vida no nace ni se reproduce. Cuidar de alguien es más que administrar sus intereses, es implicarse afectivamente con él/ella, preocuparse por su bienestar, sentirse corresponsable de su destino. Por eso, todo lo que amamos también lo cuidamos y todo lo que cuidamos también lo amamos.

          El cuidado es también el anticipador previo de los comportamientos para que sus efectos sean buenos y fortalezcan la convivencia.

          Una sociedad que se rige por el cuidado de la Casa Común, la Tierra, el cuidado de los ecosistemas que garantizan las condiciones de la biosfera y de nuestra vida, el cuidado de la seguridad alimentaria de cada uno de los seres humanos, el cuidado del agua dulce, el bien más escaso de la naturaleza, el cuidado de la salud de las personas, especialmente de las más desprovistas, el cuidado de las relaciones sociales más participativas, equitativas, justas y pacíficas, el cuidado del ambiente espiritual de la cultura para que todos puedan vivir con sentido, vivenciar y acoger sin mayores dramas las limitaciones, la vejez y la travesía de la muerte, esa sociedad de cuidado gozará de paz y concordia, necesarias para la convivialidad humana.

          Es reconfortante, en medio de nuestras tribulaciones actuales, amenazados por la Covid-19, oír a Aquel que nos susurra: “No temas, yo estoy contigo” (Salmo 23) y a través de Isaías nos asegura: “no receles que yo soy tu Dios, yo te fortalezco, yo te ayudo, yo te sostengo en la palma de mi mano” (Is 41,10).

          De esta forma, nuestra vida personal adquiere cierta levedad y conserva, aun en medio de peligros y amenazas, una serena jovialidad al sentir que jamás estamos solos. Dios camina en nuestro mismo caminar como Buen Pastor que cuida para que “nada nos falte”.