Samuel Luiz, hermano querido

“Me gustaría saber quién os educó, a qué colegio fuísteis”


Hermano querido: otro motivo más para llorar. No sé qué siento más: si tristeza o rabia; pero noto que la una me alimenta a la otra. Encima, cambiándote solo una letra, te llamabas igual que aquel Samuel Ruiz, el obispo de Chiapas tan querido para mí.

La tristeza no la siento ya por ti a quien creo renacido a una Vida verdadera. La siento por tus padres que te han perdido. Y la rabia, empañada también de tristeza, la siento por esos bravos “machotes” que se han permitido machacarte hasta acabar contigo.

Se discute aún si tu asesinato fue un crimen homófobo, aunque parece lo más probable. Pido pues disculpas a los miembros del LGTBI por la forma como voy a hablar ahora: fijaos que no hablo de manera afirmativa sino concesiva: no digo que sea así, sino “aunque fuese así”.

Pues bien, asesinos de Samuel: si creíais que vuestra víctima tenía “desviado” el encaje corporal del amor, vosotros, con vuestro desprecio y vuestra violencia habéis mostrado tener destrozada toda vuestra humanidad y no solo un aspecto de ella. Lo cual es muchísimo más grave y más despreciable de lo que le pasara a Samuel. No sé si conocéis (aunque supongo que no) aquella frase evangélica: “ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio”. Esa frase os retrata: visteis en él algo que no os gustaba y no supisteis ver que había en vosotros algo mucho más despreciable que lo que despreciabais en Samuel: vuestra animalidad, vuestra falta de calidad humana.

Sois jóvenes: si no os degradáis todavía más y un día se abren vuestros ojos, os acompañará siempre como una pesadilla la imagen de aquel pobre chaval, víctima ni siquiera de su supuesta inferioridad (según vosotros) sino de vuestra cobarde superioridad numérica. Es probable que no quisierais matarle sino solo “darle un buen repaso”; pero olvidasteis eso que ni siquiera la pandemia nos ha logrado enseñar: que la ley de la vida está en que no somos individuos únicos y que, si todos hacen lo mismo que yo, pueden ocurrir cosas mucho más terribles que si lo hago yo solo.

Quizá pensasteis que esa sensación como de debilidad que dan algunos homosexuales (y que es el reverso de una mayor sensibilidad), o el hecho de que era un muchacho que “iba a la iglesia”, lo convertían en una piltrafa humana. ¿Quién os enseñó esto? ¡Qué equivocados estabais! Habéis encarnado (y confirmado) algo de lo que escribí otra vez sobre el “anticristo” de Nietzsche; pero, desde luego, sin la inteligencia y la categoría humana del alemán.

Seguramente, como tantas veces sucede, vuestra culpa no será solo vuestra. Me gustaría saber quién os educó en esta España que toma la educación no como un derecho de todo ciudadano, sino como un arma de cada gobierno; me gustaría saber a qué colegio fuisteis y si alguna vez ha pasado por vuestras cabezas algo parecido a lo que dice un gran escritor alemán que voy a citaros:

“¿Qué sentirá aquel que se despierta una mañana, echa una ojeada a su vida y, al hacerlo, reconoce que por la cuneta del camino de su vivir no quedan más que ruinas; ruinas de hombres a los que él ha destrozado con su egoísmo? ¿Qué sentirá quien, ante tales experiencias, no empieza en seguida a segregar reflejos convulsivos para quitarles importancia? ¿No irá a dar a un abismo que tiene toda la profundidad de su desesperación o de su necesidad de perdón? ¿A quién dirigirá sus quejas cuando estas lleguen a ser algo más que un vago lamento impreciso?… ¿No  es demasiado evidente que tales quejas no podemos traspasarlas a un tercero?”[1].

Si algo de eso os pasara algún día será muy duro de soportar. Lo sé. Pero, por favor, no tratéis entonces de rehuirlo porque solo tragándoos hasta el fondo esa experiencia podréis rehaceros y recuperar vuestra calidad humana perdida. Y si algún día algo de eso para por vosotros y tenéis la suerte de leer un precioso libro (titulado: El regreso del hijo pródigo), sabed entonces una cosa: el autor de ese libro, que tanto podría ayudaros, era un homosexual…

Quizás (y paradójicamente) os ayudarán a ese retorno los padres de Samuel que, en estos momentos, ya sin lágrimas en los ojos, seguirán probablemente repitiendo aquel verso de A. Machado: “Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería”. Pero que, precisamente por cariño a Samuel, estarán dispuestos a acogeros y daros una mano si os pasa lo que describía el citado autor alemán.

Yo no sé decir más.

[1] J. B. Metz en Stimmen der Zeit, 1997, p. 126.