Imagen3ALBERTO MAGGI, Galería de Personajes del Evangelio.

Cómo leer el evangelio y no perder la fe, II.

Ediciones El Almendro, Córdoba 2003, pp. 35-42.

María

Ya en el siglo IV, algunos Padres de la Iglesia amonestaban a los cristianos para que no se divinizase la figura de María porque ella “era el templo de Dios, y no el Dios del templo” (San Ambrosio, El Espíritu Santo, III, 78-80).

No obstante estas advertencias, los predicadores no tuvieron freno en el pasado a la hora de alabar y exaltar a la virgen. Abusando de la expresión atribuida a Bernardo de Claraval: “De María no se habla nunca demasiado”, a los predicadores les faltó el pudor de callar.

La muchacha de Nazaret, que había proclamado que el Señor “derriba del trono a los poderosos” (Lc 1,52), ha llegado a ser repetidamente entronizada y coronada como reina, con coronas de retórica que le han deformado la figura. “La sierva del Señor” (Lc 1,38) ha sido llamada “Reina del cielo”, atribuyendo a la virgen por excelencia el título que en la Biblia se le dio a la licensiosa Astarté (Ishtar), diosa del amor y de la fertilidad (Jr 7,18).

Los innumerables títulos y privilegios, añadidos uno a otro durante siglos, han terminado por sepultar a la madre de Jesús bajo un cúmulo de detritos piadosos que ha impedido ver lo que María era, cuando todavía no sabía que era la Virgen.

El Mesías castiga-locos

Los escasos apuntes sobre María contenidos en los evangelios ofrecen el retrato de una mujer bien distinta de la mujer omnisciente que sabe ya lo que debe decir y hacer, pues todo está escrito en el guión preparado para ella por el Padre eterno.

En realidad en los evangelios se dice muchas veces que María no comprendía lo que le estaba sucediendo, desorientada por la sacudida que había provocado su hijo Jesús en su vida y en su fe.

María había acogido el mensaje de Dios anunciado por el ángel en Nazaret y se había fiado de él (“Cúmplase en mí lo que has dicho”, Lc 1,38). Pero no imaginaba cuánto le iba a costar y qué llevaría consigo creer en aquella palabra.

La primera sorpresa se la dan los pastores de Belén cuando nace Jesús.

Estos pastores eran considerados los rechazados de la sociedad y tratados como pecadores por excelencia, porque, a fuerza de estar con las bestias, también ellos se habían bestializado. Excluidos del reino de Dios, se creía y se esperaba, que serían eliminados con la llegada del Mesías, venido para destruir a los pecadores. Esta gentuza refiere a María y a José “las palabras que le habían dicho acerca de aquel niño”, (Lc 2,17) cuando “un ángel del Señor” (Lc 2,9) les anunció, los primeros, el nacimiento de Jesús.

En lugar de decir que había llegado el Mesías justiciero, con la hoz en mano para abatir y quemar los árboles que no dan fruto, el ángel animó a los pastores (“no temáis”), anunciándoles: “Os ha nacido un salvador” (Lc 2,10-11).

Precisamente para ellos, los pecadores que esperaban el castigo de Dios, se reserva una “gran alegría” (Lc 2,10), porque el Señor ha venido a salvarlos.

La reacción a estas palabras es de gran desconcierto: “Todos los que lo oyeron quedaron sorprendidos de lo que decían los pastores” (Lc 2,18).

Hay algo que no cuadra.

Desde siempre la religión había enseñado que Dios premiaba a los buenos y castigaba a los malos, sobre los que “haría llover ascuas y azufre, y les tocaría en suerte viento huracanado” (Sal 11,6).

¿Qué es esta novedad de que el hijo de Dios sea anunciado como “el salvador” precisamente de estos pecadores?

A María, el ángel le había asegurado que Dios daría a Jesús “el trono de David su padre” (Lc 1,32), lo que significaba que no solo reinaría, sino que se comportaría como David, el rey enviado por Dios para “dar sentencia contra los pueblos, amontonar cadáveres y quebrantar cráneos sobre la ancha tierra” (Sal 110,6).

¿Cómo, pues, los pastores aseguran, sin embargo, que “la gloria del Señor los envolvió de claridad” (Lc 2,9)?

Todos, incluida María, se sorprendieron de esta novedad, que ella, sin embargo, no rechaza: “María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su interior” (Lc 2,19).

Pero las sorpresas no han acabado.

Colisión en el Templo

A pesar de que el ángel había dicho a María que Jesús “será llamado hijo de Dios” (Lc 1,35), ella y José piensan que tienen que hacerlo hijo de Abrahán. Por esto lo circuncidan y lo llevan a Jerusalén “tal como está prescrito en la Ley del Señor” (Lc 2,23).

Y es precisamente en el templo donde tiene lugar un suceso, el primero entre los muchos conflictos entre la Ley y el Espíritu que marcarán la vida de Jesús.

María y José van al Templo para cumplir un rito que el Espíritu intenta impedir por ser inútil: consagrar al Señor a quien era ya el consagrado desde el momento de su concepción.

Así, “en el momento en que entraban los padres con el niño Jesús para cumplir con él lo que era costumbre según la Ley” (Lc 2,27), Simeón, impulsado por el Espíritu, va también al Templo.

Era inevitable que entre el profeta “impulsado por el Espíritu” (Lc 2,27) y los padres observantes que van a cumplir “todo lo que prescribía la Ley del Señor” (Lc 2,39) se produjese una colisión: Simeón quita el niño de los brazos de sus padres y pronuncia sobre él palabras que dejan pasmados al padre y a la madre de Jesús que “estaban sorprendidos por lo que se decía del niño” (Lc 2,33).

El motivo del estupor es que Simeón afirma que Jesús no ha venido sólo para Israel, sino que será “luz para todas las naciones” (Lc 2,23).

La luz, símbolo de vida, no se limita a iluminar un solo pueblo, sino que se extiende a toda la humanidad, paganos incluidos. Isaías había escrito en otro sentido. Había dicho que la luz del Señor brillaría solamente sobre Jerusalén y que los paganos serían sometidos sin ninguna alternativa, porque “el pueblo y el rey que no se te sometan, perecerán; las naciones serán arrasadas” (Is 60,12).

Ahora, sin embargo, Simeón afirma que no serán los paganos los que serán arruinados, sino los hebreos, porque Jesús “está puesto para que en Israel unos caigan y otros se levanten” (Lc 2,34).

María no comprende estas palabras pero no hay tiempo ni siquiera para comprenderlas, pues Simeón le dice: “Y a ti, tus anhelos, te los truncará una espada” (Lc 2,35).

La espada se usa con frecuencia en el Nuevo Testamento como imagen de la incisividad de la palabra del Señor (“Tomad por casco la salvación y por espada la del Espíritu”, Ef 6,17; Ap 1,16), que se describe como “viva y enérgica, más tajante que una espada de dos filos, penetra hasta la unión de alma y espíritu, de órganos y médula, juzga sentimientos y pensamientos”, Heb 4,12). Será la palabra de Jesús la espada que atravesará el alma y la vida de María; no comprendida, su palabra le causará sufrimiento, invitándola a hacer una elección radical.