Ante la ley Celaá: Un proyecto de educación cristiana

“Las escuelas cristianas han de empezar educando a los no que pueden recibir ninguna educación”


(mi escuela de jubilado)

Introducción. Toda la Iglesia era escuela

La Iglesia nació como escuela mesiánica de redención y humanidad para todas las naciones (“haced discípulos”: Mt 28, 16-20), un fermento de vida, de forma que todos pudieran ser beneficiados y seguidores del camino de Jesús, a diferencia del judaísmo rabínico que optó por permanecer como escuela particular (nacional), formando un grupo separado. De esa forma se extendió en los primeros siglos:

‒ Fue escuela de comunión, un hogar donde los creyentes aprendían a vivir de un modo mesiánico (para renacer), dando y compartiendo mutuamente lo que eran y tenían, hombres y mujeres, judíos y gentiles, esclavos y libres (Gal 3, 28).

‒ Una escuela de conocimiento. Había diversos saberes, escuelas de leyes y guerra, de poesía o filosofía y religión, pero eran partidistas y parciales. En ese contexto, los cristianos ofrecieron a todos una educación superior de humanidad, abierta a todos los hombres y mujeres.

En esa línea se extendió el camino de Jesús hasta el siglo IV-V d.C., pero luego, al abrirse a todas las clases sociales, sin cambiarlas realmente por dentro, y al volverse Religión de Estado, la Iglesia corrió el riesgo de olvidar su compromiso de educación en la justicia y comunión de todos, para convertirse a veces en un tipo de superestructura sagrada, elevando ciertamente la conciencia del conjunto de la sociedad, pero manteniendo e incluso resacralizando las divisiones existentes.

Ciertamente, a partir del siglo XII la Iglesia creó escuelas “universales” (=Universidades), desde el año 1088 Bolonia, 1196 Oxford, 1215 Sorbona-Paris, 1218 Salamanca, 1290 Coímbra etc. Nacieron como instituciones cristianas, para estudio del Derecho civil y eclesiástico, pero también para el cultivo de “ciencias” de tipo filosófico-teológico, terapéutico (medicina) y físico-astronómico, de manera que llegaron a ser y son un signo clave del nuevo poder del “conocimiento”, que empezó siendo promovido por la Iglesia, aunque después se irá independizando de ella, hasta convertirse en lugar de conocimiento autónomo… Más tarde, desde el siglo XVI y en especial en el siglo XIX-XX han surgido cientos de congregaciones religiosas de enseñanza, retomando a veces la inspiración y el motivo de órdenes antiguas, de forma que la Iglesia se ha convertido, en gran parte, en una institución educativa, como ha puesto de relieve el Vaticano II, Gravissimum Educationis, 1965.

Escuelas cristianas, siglo XXI. Principio: a quiénes educar.

En sentido cristiano, educar implica abrir camino de comunión para todos los hombres y mujeres, desde el fermento cristiano, a fin de que niños y jóvenes (y todos) puedan hallar espacios y estímulos de vida humana. Ésta ha de ser una educación para la universalidad, en gesto de diálogo entre todos los hombres y mujeres, siendo, al mismo tiempo, una educación en la diversidad, respetando la identidad social y cultural de cada pueblo.

En otro tiempo, la educación pudo expandirse conforme al modelo de la cultura dominante de occidente, que parecía sin más buena y necesaria. Pero hemos visto que ese modelo ha tenido elementos de opresión, al servicio del triunfo económico y ventaja los privilegiados del sistema. Por eso, la educación cristiana ha de ser por una parte justa y por otra ha de aceptar las diversas culturas, poniéndose de hecho, en realidad, al servicio de todos los hombres y mujeres, empezando por los más necesitados. Desde ese fondo deben indicarse sus destinatarios.

Las escuelas cristianas han de empezar educando a los no que pueden recibir ninguna educación.Se trata de ofrecer palabra y medio de maduración humana en lugares donde no llega (o no es capaz de entrar con eficacia) la escuela “pública” del Estado o del conjunto de la sociedad, de manera que muchos niños y jóvenes quedan al margen del proceso y de los medios del conocimiento, en un momento en que el primer capital de un hombre o de una mujer es su educación.

El primer principio de la escuela cristiana es el de enseñar al que no sabe, al que no puede, al oprimido, como hizo Jesús, en la calle de la vida,  y como formula la primera de las obras de misericordia “espiritual”  (humana, total) formuladas por la Iglesia desde el siglo XVI en adelante. La escuela cristiana ha de estar ofreciendo su mensaje y camino de vida  a los marginados culturales y sociales, a los que están fuera de los circuitos culturales dominantes, sin palabra propia ni medios para acogerla, no sólo en África, Asía o América del Sur, sino en los lugares donde crece el fracaso y abandono escolar en el primer mundo, por cuestiones de cruce racial (emigración), ruptura familiar o de pobreza.

Por eso, un tipo de escuela llamada “cristiana” pero dirigida a las élites de tipo político, económico, social o religioso es simplemente anti-cristiana. La escuela cristiana ha de empezar ofreciendo su casa y camino, su pan y esperanza, a los “que no están”, a los enfermos sociales, a los desnudos, a los marginados y desestructurados; de lo contrario no puede apelar a Jesús, con ley Celaá o sin ley Celaá. La escuela cristiana ha de ser desde, con (y para) los fracasados, pues de lo contrario no es ni escuela de verdad ni es cristiana. Así lo han sabido los grandes educadores, desde José de Calasanz hasta Don Bosco y Lorenzo Milani, con los fundadores de las verdaderas escuelas cristianas.

    Una educación para un tipo de excelencia social o militar, una escuela para élites del templo de Jerusalén o del organigrama de fotos del Estado o del Mercado, de la Iglesia o del Deporte no sigue el modelo de Jesús, y en ese sentido es fundamental una escuela desde y para los fracasados.

Un tipo de fracaso escolar proviene de la marginación, desestructuración familiar o pobreza. Por eso, la escuela resulta inseparable de la transformación del entorno económico, cultural y social. Un proyecto educativo en línea de evangelio implica un cambio social fuerte, pues no se puede educar/curar a los niños sin cambiar a los padres (y al entorno social), como hemos visto al tratar de los niños en Marcos.

‒ Pero el fracaso puede venir también de los alumnos (pobreza intelectual, falta de estímulos). Eso significa que no basta el cambio social, si es que no existe un esfuerzo especial de los educadores, para ofrecer unos espacios de crecimiento de vida en dignidad a los niños y jóvenes más heridos de este tiempo, a los que viven en circunstancias personales, sociales y familiares que pueden ser adversas.

Las escuelas cristianan han de seguir educando en segundo lugar en una línea de justicia, de libertad y de solidaridad. No pueden ser escuelas elitistas, de ricos, ni escuelas para la excelencia de algunso, sino para la solidaridad entre todos. Son importantes (esenciales) los saberes académicos y técnicos, pero mucho más los comportamientos personales, como ha sabido y ha hecho Jesús, educando a los hombres y mujeres de su tiempo en una línea de Reino (gratuidad, comunión, justicia), a fin de que todos maduren como personas, en respeto y gozo compartido, en libertad individual y apertura a todos.

‒ Eso supone oponerse a un tipo de escuela dominante, donde sólo se enseña para la “excelencia”, entendida como triunfo de los más dotados. En un sentido extenso, el mundo occidental (capitalista) educa para el sistema (como en tiempo de Jesús educaba para el templo o el imperio), de manera que su escuela va en contra de la dignidad del hombre, de manera que cuanto más enseña educa menos en línea humana y cristiana.

‒ Esta escuela ha de subir contra-corriente, y sus educadores astutos como serpientes (para que el sistema no les manipule) y sencillos como palomas, desde la raíz del Evangelio (Mt 10, 16). Ellos han de conocer el mundo, pero superando sus valores dominantes, poniéndose al servicio del hombre en cuanto tal (no del sistema), porque cada ser humano es portador de salvación, cambiando las estructuras sociales inhumanas.

En esa línea, puede existir y destacarse también una educación básicamente cristiana, en sentido incluso confesional, pero ella sólo puede dirigirse a quienes así lo quieran (ellos mismos, o sus padres, si es que son menores). La escuela pública (dentro de un sistema escolar abierto en principio a todos) no es, en principio, un espacio para la catequesis (vinculada a la parroquia o a otro tipo de comunidades cristianas), pero puede y debe presentarse como lugar de siembra de humanidad, en línea de evangelio (de forma que sólo aquellos que lo quieran podrán recibir una iniciación específicamente cristiana, que sólo tiene sentido en ámbito de Iglesia):

‒ No se tratará de educar directamente para la Iglesia, aunque es normal que muchos que estudian en colegios o instituciones de Iglesia formen parte activa de ella, y estén comprometidos en la línea del mensaje de Jesús. Se tratará más bien de educar en los valores de evangelio: en gratuidad, libertad y justicia.

‒ Pero al educar para la humanidad, ella puede entenderse en el fondo como una pre-catequesis, como proceso de maduración en línea de evangelio. Ésta fue la educación que Jesús impartió a sus discípulos, como he destacado en la segunda y tercera parte de este libro, y de ella trataré al final de su quinta parte. El futuro de la Iglesia depende de la capacidad que ella tenga de formar verdaderos maestros cristianos.

Un proyecto de escuela cristiana: Ver, juzgar, actuar y amar

  Los elementos anteriores (educar a quien no puede, en humanidad, con base evangélica…) son inseparables, y a partir de ellos debemos retomar el impulso de Jesús, sabiendo hacia qué meta queremos ir avanzando, qué humanidad hemos de ir creando. No hay una meta fijada de antemano, sino un camino con Jesús, adaptando, ajustando, recreando su proyecto. Ahora debemos insistir en el criterio educativo, siguiendo el esquema: ver, juzgar y actuar, al que añado un último momento: educar para amar.

Se educar para ver y escuchar, no para transmitir conocimientos en abstracto, sino para que los hombres y mujeres puedan abrir los ojos, viendo por sí mismos, como quiso Jesús, al servicio de los marginados, en solidaridad y amor. Los conocimientos no son “inocentes”, y no es lo mismo transmitir y destacar unos saberes que otros, de una forma y otra. Por eso debemos enseñar a mirar y a escuchar, insistiendo más en la forma de saber que en los mismos saberes objetivos (que podrían almacenarse en una memoria externa).

El primer capital humano, la primera riqueza, es el conocimiento, en sus mil diversas formas, por la alegría de saber y las posibilidades que ofrece, no sólo para hacer (producir, enriquecernos), sino para vivir mejor y así comunicarnos. Antiguamente había saberes de tradición, vinculados al aprendizaje directo de la vida, sin alfabetización escolar, de manera que sólo algunos especialistas necesitaban leer bien y escribir, pues las funciones de agricultura, caza y pesca, con la administración de la casa, no lo requerían. Pero en los últimos tiempos ha cambiado el tipo de saber, de forma que los analfabetos acaban siendo incultos, pues no tienen acceso a multitud de conocimientos. Pero más que esos conocimientos de libro o de PC importa el modo de entenderlos.

En otro tiempo, educar para ver era casi educar para leer, de manera que la primera escuela se centraba en el conocimiento de la lengua, no sólo en su forma oral (saber oír), sino en sus manifestaciones escritas. Esto ha ofrecido, sin duda, una inmensa ventaja, pero incluye también riesgos, pues a veces puede olvidarse o quedar en un segundo plano el conocimiento directo de la naturaleza, el cultivo de las relaciones personales y, sobre todo, la visión crítica de lo leído/sabido, y más en este tiempo de paso de la galaxia escrita (Gutenberg, libro impreso: siglo XV), a la galaxia informática, marcada por los diversos media de tipo electrónico, visual y auditivo, que pueden ponernos en contacto inmediato con miles y millones de conocimientos y personas. Nace de esa forma una cultura donde el que ignora los medios se vuelve en un sentido analfabeto; pero también es quizá analfabeto (y quizá mucho más) aquel que no puede situarse críticamente ante esos medios.

  El tema es complejo y no pueden darse respuestas generales, pero es evidente que en este contexto la Iglesia cristiana ha de insistir en una educación para el encuentro personal, al servicio de los valores de la vida, es decir de la comunión interhumana.   Los educadores (maestros) cristianos han de ser especialistas capaces de ayudar y acompañar a otros, no para imponerles un tipo de lectura de la realidad o de la historia, la propia o ajena, sino para abrirles a nuevos espacios y caminos de conocimiento, a fin de que ellos puedan mirar y ver, sin cerrarse, de un modo pasivo, en lo que otros les digan, sino viendo y escuchando en comunión, para verse y escucharse al fin unos a otros, en verdad, como personas.

Más que de saber cosas se trata de saber mirarlas y pensarlas. En este contexto se ha dicho que una imagen vale más que mil palabras, y en un sentido es cierto; pero hay que indicar de qué imagen se trata y de cómo situarse ante ella, pues algunas matan y/o mienten, no sólo en el campo de la pornografía, sino en otros, empezando por un tipo de publicidad, convertida en arte de mentir de una manera interesada. En esa línea corremos el riesgo de volvernos observadores pasivos, ante unas pantallas de televisión o mas-media viendo aquello que otros quieren que veamos.

Por eso, la escuela ha de enseñarnos a ver como veía Jesús de Nazaret, descubriendo los valores y necesidades de los hombres y mujeres, ante la llegada de la nueva humanidad. El buen maestroeduca para ver y escuchar, no sólo en un plano de teoría, sino de comunión afectiva y comprometida al servicio de la justicia y la misericordia.

La escuela cristiana ha de educa para juzgar, es decir, para reinterpretar el mundo, para la conversión radical.No hay visión ni escucha pura, sin un tipo de discernimiento, esto es de juicio, en el sentido de conocimiento responsable, no de imposición sobre los otros (cf. Mt 7, 1-3). Juzgar significa interpretar el mundo de un modo consciente, sin dejarnos engañar por un tipo de mentira, que Gen 3 ha condensado en la serpiente del principio, que invierte y pervierte el sentido de la “manzana” del paraíso. Se trata de mirar y desear sin que nos engañen. Es educar para discernir y distinguir de manera positiva (cf. Dt 30, 15: Pongo ante ti el bien y el mal, la vida y la muerte, escoge). Se trata de situar a los niños y a los jóvenes ante la gran decisión, sabiendo que ellos deben escoger, entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, no sólo en particular, sino para todo el pueblo, es decir, para la humanidad.

Como sabía la Biblia desde el Deuteronomio (hacia el año 600-500 a.C.) y como ratificó Jesús al anunciar el juicio de Dios, la verdadera educación sitúa a los oyentes ante el camino de la vida, pero indicándoles también el riesgo de muerte en que se encuentran, pues el conocimiento, que en sí mismo es bueno, puede convertirse en un saber de muerte: para destrucción del planeta (anti-ecología), lucha de unos contra otros (ciencia de guerra) e imposición de los fuertes sobre los más débiles (con esclavitud de algunos…). Por eso, la verdadera educación ha de implicar un discernimiento positivo, para distinguir conocimientos mejores y peores, buenos y malos.

En la actualidad, parte del gran conocimiento técnico se organiza como ciencia para la guerra, es decir, para la destrucción, con armas cada vez más mortales; pues bien, en contra de eso, el profetas Isaías había prometido (Is, 2, 2-4) que “los hombres no se adiestrarían ya más para la guerra”, es decir, para la lucha de unos otros, sino sólo para la paz. Entre las “ciencias” de muerte se encuentra ahora la droga y con ella otros tipos de violencia interhumana. Nos hallamos pues ante un tipo de conocimiento que puede destruirse destruirnos, pues siendo finitos y pequeños, tenemos un poder casi “infinito” de negarnos a nosotros mismos, es decir, de matarnos, no sólo como individuos concretos (a través del suicidio), sino como especie humana. Somos la primera generación de hombres y mujeres que saben y tienen un poder de destrucción total, no sólo a través de una guerra atómica, sino también contaminando destruyen los medios de vida de la naturaleza (clima, recursos…). Por eso es necesario aprender a juzgar, a interpretar la realidad:

 ‒ Comprender los mecanismos que llevan a la ruina del mundo y de la vida humana, y no dejarnos engañar por ellos, no conocer las cosas de oídas, ni por visión externa, sino por contacto real con los problemas, en un mundo que se ha vuelto muy complejo, problemático, arriesgado.

‒ Comprometerse al servicio de la vida, sabiendo que la justicia bíblica lleva a liberar a los oprimidos, salvar a los pobres. No se trata de mantener una forma de justicia envenenada al servicio del poder establecido, sino de comprometerse a favor de la acción liberadora de Dios, al servicio de todos, y en especial de los más débiles.

 Enseñar a pensar en libertad, al servicio de la vida, ése es el sentido de la educación cristiana, tal como han querido ejercerla generaciones de maestros, desde una perspectiva de humanidad y de evangelio, superando los dogmatismos de un lado y de otro. Más que conocimientos cerrados en sí, los educadores cristianos han de ofrecer unos medios y caminos para pensar en libertad y diálogo, sin dejarse dominar por el sistema.

La educación de la escuela cristiana ha de estar al servicio de la acción mesiánica, es decir, al servicio de la maduración en amor de los hombres y mujeres, pues la mejor práctica es la que nace de una buena teoría, entendida en forma de conocimiento operativo. Sin duda, en un sentido, se puede afirmar que el ser es antes que hacer, pero sin un tipo de hacer no existe ser, pues el verdadero ser humano ha de actuar y hacerse a sí mismo en amor. Por eso, la escuela ha de poner a los educandos ante la tarea de ser haciéndose a sí mismos, en comunión con otros.

En esa línea hablamos de una educación para actuar, es decir, para aprender a hacerse, siendo cada uno en libertar, con y ante los otros, y para ofrecer espacio de libertad y de liberación a todos.. El verdadero educador no manipula, ni enseña de manera impositiva, adueñándose de la voluntad de los alumnos, para imponerles un tipo de conducta, sino que les impulsa a ser y hacerse a sí mismos, de forma que ellos mismos escojan, actúen y sean. El maestronoes un teorizador que traza planes desde fuera, sino que él mismo ha de elevarse como referencia concreta de conocimiento y compromiso al servicio de la vida. No impone un camino, ni dice a los alumnos lo que han de estudiar, ni la forma concreta en que deben comportarse, pero les muestra con su ejemplo lo que significa estar comprometidos al servicio de la vida.

En esa línea, el maestro cristiano ha de actuar como buen entrenador, o al coach laboral, como hoy se dice, pero añadiendo que él ha optado (debe optar) por la vida y transmitir a sus discípulos las claves de su opción, no para que sean como es él, sino para que ellos también opten libremente. El buen estudiante no es un eterno aprendiz que sólo se ocupa de prepararse, sino un hombre o mujer que entra de un modo consciente en la marcha de la vida, con valentía pero sin temeridad, con gozo pero sin frivolidad, al servicio de los demás y, en especial, de los excluidos del sistema. Entendida así, la escuela no es un consultorio psicológico, sino un espacio y tiempo de aprendizaje, donde se ofrecen estímulos para el conocimiento y la opción a favor de la vida es decir, de los demás.

Por eso, el maestro cristiano ha de ser un pedagogo, es decir, alguien que orienta y dirige a otros, pero sin apoderarse de ellos ni llevarles a la fuerza, desde fuera, por un único camino, sino capacitándoles para que disciernan, escojan su meta y se comprometan a tender a ella. No es un puro consultor, pero puede y debe aconsejar y animar, siendo alguien que ayuda y acompaña a los demás, para que aprendan a emplear mejor sus medios, mentes y cuerpos, su conciencia, para ser personas. Como he dicho, no ofrece sin más instrucciones objetivas, sino que introduce a los alumnos en el conocimiento personal de la vida, de forma que cada uno responda y actúe de un modo personal, en apertura a los demás. No se trata, pues, de aumentar el caudal de conocimientos puros, archivados en la mente como en una memoria electrónica, sino de introducirse en el conocimiento personal de la verdad, en aquella memoria viva que recoge y potencia el sentido de la humanidad, recreando la hondura del propio ser, para conocer, querer y actuar, en comunión con los demás.


Finalmente, la escuela cristiana ha de educar para amar, es decir, para vivir en comunión.La verdadera educación capacita al hombre o mujer para la madurez personal, la convivencia y el trabajo. Sólo en esa línea podremos abrir nuevos caminos de humanidad, superando el riesgo de destrucción en que nos encontramos (año 2020). Ciertamente, hay que educar para la excelencia (ser mejores) y para la competencia (crear personas capaces de insertarse en un contexto social conflictivo), pero no para la superioridad, ni para el triunfo económico-social, sino para la maduración personal, la justicia social, la solidaridad mundial. Pero más que el triunfo de algunos importa la comunión de todos, a fin de caminar juntos, compartiendo trabajos, afectos y tareas.

‒ No se trata de educar para el poder,con escuelas para dirigentes políticos, sociales o económicos, en contra de lo que parecen suponer incluso algunos cristianos, que siguen creando escuelas caras para formar “líderes” capaces de dirigir a los demás, y transformar de esa manera, desde arriba, al resto de los ciudadanos. Esa finalidad, por valiosa que sea en otro plano, va en contra del ideal expreso de Jesús, que no quería líderes sociales o políticos, sino servidores de todos (Mc 10, 35-45).

Tampoco de trata de educar para la sumisión y la obediencia, a fin de que las masas se sometan a las directrices superiores de una casta o clase superior de gobernantes. Algunos se han atrevido a decir, sobre todo en el siglo XIX y principios del XX, que sería mejor “no educar”, mantener ignorantes a las masas para que no puedan alzarse en contra del poder establecido. Pero esa actitud se opone al mensaje de Jesús, que no quiere el sometimiento o sumisión de unos a otros, sino la comunión de todos.

En sentido estricto, la escuela cristiana ha de educar para el amor y el servicio mutuo, no sólo para que caminemos juntos, unos al lado de los otros, colaborando en la marcha (en el trabajo realizado), sino para que compartamos el fruto de trabajo. Esta enseñanza sólo es posible allí donde, por encima de la posesión de bienes materiales, se valora y disfruta la comunicación de las personas: Que los bienes sean un medio de encuentro y comunión, sabiendo que lo más valioso para un hombre o mujer es otro ser humano. Eso significa que los trabajos y los bienes conseguidos importan y valen en la medida en que pueden crear y crean espacios de comunicación y vida compartida. Éste fue y sigue siendo el descubrimiento fundamental de la “escuela” de Jesús, tal como se expresa, por ejemplo, en las multiplicaciones (Mc 6, 35-44 y 8, 1-12 par.), por las que descubrimos que los panes y los peces sólo valen de verdad allí donde se comparten.

El centro y meta de la educación cristiana consiste en “formar” hombres y mujeres en salud, para que, trabajando unos al servicio de los otros, puedan compartir de esa manera vida y bienes. Ciertamente, ha crecido en los últimos siglos el impulso a la propiedad particular, propia de una cultura posesiva, donde cada uno se siente valorado (asegurado) por aquello que tiene, en contra de una cultura anterior de grupo o tribu donde la propiedad particular era secundaria, pues no garantizaba la vida de los individuos, ya que cada uno dependía esencialmente del grupo o tribu, de forma que ninguna otra riqueza podía asegurar la vida de los individuos.