“La Iglesia, el Magisterio, los dogmas aparecían hasta ahora como la roca firme e inamovible en medio de borrascas tempestuosas de la historia. Muchos creían encontrar aquí, en la Iglesia, un último apoyo en medio de la confusión creada por ideologías pasajeras.

Sin embargo, muchos creyentes responsables, con gran preocupación, verifican hoy que la discusión se ha apoderado también de todos los ámbitos eclesiales: posiciones y opiniones, en cuya defensa lucharon en otro tiempo siguiendo fielmente las exhortaciones de la Iglesia, hoy, esas opiniones y esas posiciones son cuestionadas o abandonadas por esta misma Iglesia.

La razón hemos de buscarla en que las filosofías platónica, aristotélica y estoica determinaban hasta ahora el pensamiento de la Iglesia. Esta ideología antigua se basaba en la imagen de un cosmos estático, de esencias, regido por leyes eternas.

Según la mentalidad moderna, las cosas se comportan de un modo opuesto: todo orden no es más que un momento dentro de una historia, que lo relativiza de un modo nuevo y continuo. La realidad no tiene ahora una historia, sino que en lo más profundo es historia”.

Walter Kasper 

¿Puede el hombre formular un dogma
que goce de valor eterno
en su contenido y en su formulación verbal?

Hasta hace muy poco, sólo unas cuantas décadas, se vivía en un esquema de ideas seguras, conseguidas, verdades definitivas. En casi todas las materias: filosóficas, científicas y, por supuesto, teológicas. La fijeza en las verdades, en las ideas, era como un distintivo de madurez. Tanto más perfecta una sociedad cuanto más fijo y sólido era su esquema ideológico. Entendiendo siempre lo “sólido” en el sentido de inmutable. Por eso, la Iglesia Católica era, para muchos, un ejemplo a seguir.

Ya algunos pensadores teólogos, a principio y mediados del siglo pasado lo avisaron: el encuentro de la teología con la historia producirá una gran conmoción. Y para algunos, ya estamos inmersos en esa gran conmoción.

Por supuesto que historicidad no es igual a relativismo total. Por supuesto que el ser historia, y por tanto intrínsecamente cambiante, no nos lleva al escepticismo total: nuestra misma experiencia personal nos ayuda a comprender que a pesar de que todo cambia, y en ese todo entramos nosotros mismos, siempre queda algo que, aunque cambiado, sigue siendo el mismo.

Ejemplo: nosotros. ¡Cuán distintos somos ahora a lo que éramos hace veinte años! Somos los mismos, pero qué distintos. No sólo ha cambiado nuestro cuerpo, han cambiado nuestras ideas, o han madurado, o ha cambiado nuestra actitud ante ellas. Pero, a pesar de tanto cambio, seguimos siendo nosotros. Y tenemos esa experiencia: tan cambiados, pero ¡los mismos!

Y esto es tan así, que si alguien no cambia, a pesar de lo densa que es la vida, a veces decimos: ¡qué terco es ese tío, con todo lo que la vida le ha enseñado, y no le ha servido de nada! El que no cambia sufre ya una necrosis celular o mental.

Y ahora las preguntas:

¿Puede el hombre concebir ideas absolutas?

¿Puede el hombre producir verdades absolutas?

¿Puede el hombre encontrar palabras y formas gramaticales que sirvan para siempre?

¿Puede el hombre formular un dogma que goce de valor eterno en su contenido y en su formulación verbal?

Píenselo, por favor, y si encuentra una respuesta, dígamela después de la publicidad.

Luis Alemán Mur