Lo contó un compañero suyo de clase. Ratzinger fue siempre un segundón. Listo, pero segundón.

Llegó el Concilio Vaticano II, y los aplausos, las conferencias se las llevaban los primeros de su clase. Estaba visto que, por ahí, tenía la carrera perdida. Y se pasó a la otra calle: a la jerarquía. Y escalando puestos llegó a la meta. Desde allí, cualquier gesto suyo lleva la marca de la revancha, la impotencia y la envidia de lo que quiso y no pudo.

Puede que esté marcado por la envidia y por la conciencia de ser quien es por autoridad externa y no por su propia valía.

Desde donde está se puede condenar, cerrar puertas. Pero no sabe iluminar ni abrir caminos. Es un hombre de Palacio. Un príncipe de la Iglesia. ¡Allá él! Quede claro que representa a una Iglesia que no es la mía… ¡menos mal…!

Nota para no leídos: El Sr. Ratzinger fue Su Eminencia el Cardenal, encargado de vigilar la pureza de las ideas y buenas costumbres en los católicos. Fue como el Inquisidor Mayor del Reino. Quien estaba con él estaba con el Papa, quien no estaba con él era arrojado al silencio eterno y rechinar de dientes.

Según cuentan los cronistas, su preocupación mayor al final del pasado milenio fue buscar un sucesor a Wojtyla. Por ese camino fue capaz de mandar al Inem al mismo Espíritu Santo y convertirse en el papa Benedicto XVI. En 2013 renunció al papado asumiendo el título de papa emérito. Fue a Ratisbona para ayudar a morir a su hermano. Ahora vuelve al Vaticano a morir con todos los honores.

Luis Alemán Mur