Es una de esas verdades que se fundan en la evidencia. Nadie lo duda, excepto los protagonistas. Quien tenga cualquier tipo de poder está infectado de corrupción. Si tú no crees esto, no sigas leyendo. Tú tienes poder.

Poder no es igual a corrupción. Pero el poder genera corrupción. La corrupción depende de la cantidad de poder y, sobre todo, de la duración del poder.

Si el poder es vitalicio, su corrupción sobrevivirá a la muerte del poderoso. Si, además de vitalicio, es hereditario, no se hereda sólo el poder. También se hereda la corrupción.

A más poder, más corrupción. El poder absoluto implica, por tanto, la corrupción absoluta.

Si se diera un poder absoluto, vitalicio y hereditario sería la catástrofe final sin esperanza. Esta última situación no ha sido constatada aún en la historia de la humanidad, a pesar de los intentos. Las revoluciones quebraron esas locuras. Pero, en mayor o menor medida, sufrimos esta terrible lacra de la sociedad.

Un poder, por definición, tiende a eliminar los demás poderes. La mayor amenaza para un poder es otro poder. Este fue, más de una vez, el sueño de los papas en la antigua cristiandad: ser un poder sobre todo poder.

En la sociedad civil, cuando la justicia, por ejemplo, se convierte en “poder,” empieza a dejar de ser justicia. Pero la degeneración total de la justicia llega cuando se arrodilla ante otro poder más poderoso. La peor de las corrupciones es la “corrupción en el Palacio de Justicia” ¡Pobre pueblo que sufra esa gangrena!

Hoy, a las puertas del tercer milenio, una gran masa de ciudadanos creyentes en lo Divino, empieza a sospechar que la más demoníaca de las corrupciones ha sido, y sigue siendo, la creencia, divulgada desde el poder, de que algunos poderes proceden directamente de Dios. En ese caso, si existe un poder absoluto, vitalicio, y sacralizado… ¡temblad, porque os han cerrado todas las salidas!

Si Vd. es creyente – yo lo soy – que Dios le ayude a conservar su fe. Pero, cuidado, que su fe no le convierta en un gilipollas.

Luis Alemán Mur