“Gran error es creer que detrás de un colosal tinglado instituciónal está el Espíritu Santo

“En lugar de transparentar a Cristo lo ocultamos tras el barroquismo del Vaticano o el manto protector de un Estado”

Julio Puente junto al teólogo Moltmann en 1977 Julio Puente López 

  • El problema de la Iglesia no está en su acercamiento a los pobres, como pretenden algunas gentes insensibles ante el sufrimiento. Tampoco en el hecho de que el creyente entienda de un modo mágico los ritos litúrgicos. Y es verdad que muchos conciben la fe más como doctrina que como fe viva en obras de caridad y justicia, y que hay ministerios que degeneran a veces en una élite clerical de funcionarios. Pero ese no es el problema. Ni lo es por sí sola la curia, que asombrosamente sigue viva después de la certera parodia anticlerical de la película Roma (1972) del genial Fellini y de los frecuentes escándalos sexuales y financieros en los que se ve envuelta.

    El problema que tenemos en la Iglesia consiste en que sabiendo dónde está “el camino, la verdad y la vida” nos desviamos de esa senda, no siendo así fieles testigos del Evangelio. En lugar de transparentar a Cristo lo ocultamos tras el barroquismo del Vaticano o el manto protector de un Estado. Sabemos dónde está la luz de la vida, pero a veces preferimos movernos en las zonas oscuras de los turbios negocios. Ahí están los libros de Nuzzi y de Marinelli (I Millenari) para probarlo.

    Nuestro problema, nuestro pecado, es de soberbia. El error está en creer que detrás del colosal tinglado de la institución está el Espíritu Santo. Este pecado estructural de la Iglesia que por su alianza con el dinero y el poder tanto nos aleja del Evangelio es solo achacable a la soberbia humana de sus miembros.

    Hemos hecho creer a los fieles que la vida del convento y la renuncia al sexo es un ideal cristiano. Y hemos puesto el foco de atención no en Cristo, sino en el magisterio y la autoridad del obispo de Roma. Pero ser cristiano es ser testigo del Evangelio colaborando en la edificación de un mundo más justo, cumpliendo como buenos ciudadanos con nuestras obligaciones temporales, superando toda ética individualista y cumpliendo la enseñanza de Mt 25, 40 (cf. GS, 27).

    Los cristianos olvidamos que es la fuerza del Evangelio la que rejuvenece la Iglesia, la que “la renueva incesantemente” (Lumen Gentium, 4). Y si eso es así, entonces esa es la luz que hay que seguir, máxime en tiempos oscuros. Porque entre el mensaje evangélico y la fragilidad humana de los mensajeros hay a una gran distancia, como señaló el Vaticano II.

    Nosotros hoy hablamos, con razón, de alejamiento del Evangelio, de que el Evangelio ha sido marginado (J. M. Castillo). La Iglesia está compuesta por hombres pecadores, recordó el concilio, por eso, “necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación”. Pero la necesaria reforma, la conversión encuentra obstáculos en esa senda. Y este es el problema. La Iglesia como obstáculo. La Iglesia como piedra de escándalo que oculta el rostro de Cristo. Lo dijo a principios del s. XX el pensador laico Ferdinand Ebner y lo dice a principios del s. XXI el prestigioso teólogo jesuita Joseph Moingt.

    De la firme roca de Pedro hemos pasado a la roca que bloquea y es un tropiezo en el camino. Porque los obispos que se oponen a la reforma son Iglesia. Instalados con frecuencia en el fanatismo político-religioso, la llamada a la renovación del concilio es ignorada por todos los que se oponen a los tímidos intentos de reforma que lidera el papa Francisco. No les interesa comprender que los teólogos están invitados “a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época”, en “justa libertad de investigación, de pensamiento” (cf. GS, 62).

    Añadamos a esto que la escasa formación religiosa de muchos cristianos o su sintonía con las posiciones políticas de esos obispos les lleva a rechazar con equivocado celo y sectarismo toda propuesta renovadora de la comunidad cristiana, utilizando una preconciliar concepción dogmática de la Iglesia para afianzar sus opciones políticas.

    Tratamos de hacer una lectura razonable de las enseñanzas del concilio, pues, al igual que el sábado, está orientado al hombre, no al revés. Se trataba, en palabras de Juan XXIII, de que la Iglesia estuviera cada vez más capacitada “para solucionar los problemas del hombre contemporáneo”. El concilio era un “don para el mundo”.

    Hoy este mundo se halla sacudido por una pandemia que se lleva vidas y nos deja ruina y sufrimiento. Este “signo de nuestro tiempo” nos hace reflexionar. Hoy la mística lleva mascarilla y se ocupa, como el buen samaritano, de los enfermos. Tenemos que preguntamos si a la sombra de la cruz no teníamos montado un gran chiringuito. Cuando nos lo han cerrado, el clero ha visto peligrar su estatus. Algunos dieron la nota con gestos extemporáneos para no ser prescindibles. El cartel de “Cerrado por reformas” mientras la fe cristiana se testimoniaba en los esfuerzos por salvar vidas habría sido más apropiado.

    “Tenemos que preguntamos si a la sombra de la cruz no teníamos montado un gran chiringuito”

    Los privilegios no tienen cabida en el Evangelio. La Iglesia ha venido a servir, no a ser servida ni a que nadie se aproveche de ella para imponer sus ideas políticas o para apelar a un Dios triunfalista. Sería olvidar el significado de la cruz de Cristo. Jesús murió gritando “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. “Toda teología y toda existencia cristianas responden, en realidad, a este pregunta de Jesús moribundo”, recordó Jürgen Moltmann.

    Es urgente volver la mirada a la cruz de Cristo. No como si fuera un estandarte para una nueva cruzada política, sino para no caminar en las tinieblas, para dar a nuestros afanes un sentido. Porque la resurrección de Cristo, decía Moltmann en “La venida de Dios”, “enciende en medio de los padecimientos de este tiempo la esperanza de la nueva vida”.

    Las pesadas cargas de las que habla Mt 23, 4 se han revelado en tiempos del coronavirus como no esenciales. La vida cristiana se ha secularizado. El centro del culto a Dios no está en ritos estereotipados. Lo esencial es saber compartir el pan y la atención al necesitado (Lc 10, 29-37). Enseñemos con el concilio que “el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social”, que hay que esforzarse en que “desaparezcan las enormes diferencias económicas que existen hoy”, que el concilio vincula a “discriminaciones individuales y sociales”.


    Detalle de la “Crucifixión amarilla”, de M. Chagall

    El concilio fue claro: “La mujer reclama la igualdad de derecho y de hecho con el hombre” (GS, 9). La Lumen Gentium (a.32) afirmó, apoyándose en Gal 3, 28, que “no hay en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo”. Sin embargo ahí siguen la misoginia, la aversión al sexo y el rechazo de la democracia. Lo señaló bien Hans Küng en 2011 en su libro “¿Tiene salvación la Iglesia?”. Ahí sigue también el injusto reparto de los bienes con el desencuentro de obispos y laicos en el tema de la renta mínima vital.

    La Iglesia está lejos de ser una comunidad de hermanos. Habrá que revisar la distinción que hacemos entre clérigos y laicos, porque los sucesores de los apóstoles fueron las distintas comunidades de seguidores de Jesús. Sucesores, pues, somos todos.

    Küng sostiene en su libro que el mal que padece la Iglesia es el sistema de dominación romano, aunque un ministerio petrino tiene sentido. Al estilo del papa Francisco. Otro estilo fue el del papado monárquico-absolutista que se estableció en la Iglesia a partir del siglo XI. Esa Iglesia no aprendió nada de Francisco de Asís y de su amor a las criaturas. Ahora la pandemia ha sido una dura lección.

    El papa actual ha hecho de este mal un diagnóstico más completo. Ha intuido algo de lo que decía Joseph Moingt en su obra “Creer a pesar de todo”. Este anciano jesuita tiene la impresión de que la institución es un obstáculo para trabajar por el reino de Dios y vivir la fe. Ser cristiano no se resume en serlo en Iglesia. “Yo soy cristiano para ir al mundo, para extender el Evangelio en el mundo”, dice Moingt. La Iglesia tiene que estar en los márgenes, cambiando la alfombra por el barro en el que vive el marginado. Francisco acierta al hablar de una “Iglesia en salida”, para ir al encuentro del que sufre.