Al fin y al cabo es una expresión, en lenguaje humano, de una realidad en la que se cree. Quede claro que yo “creo” en la realidad que intenta expresarse. Por tanto, que no me condenen los doctores especialistas en dogmas.

Pero me pregunto si se ha conseguido expresar con las palabras y gramática adecuadas la realidad en la que se cree.

O más exacto todavía: Las palabras y expresiones con las que definieron, allá por los siglos cuarto y quinto, los obispos y teólogos de los concilios de Nicea (año 325), Constantinopla (año381), Éfeso (año431), Calcedonia (año451) ¿siguen expresando la realidad en la que se cree, hoy en el siglo veintiuno? No se puede olvidar que, con el transcurso del tiempo, las palabras cambian su significado, o pierden su significado, o simplemente se difumina el brillo del significado. Y, entonces, no sirven para nada. El mensaje que llevaban dentro se evapora. Se quedan huecas, sin contenido. Y eso es lo ocurrido no sólo con la “divinidad” de Jesús, sino con todo el andamiaje del credo y catecismos de los cristianos. Llevamos en nuestras alforjas una pasta incomestible.

Por ejemplo:

  • ¿Qué es más verdad: Dios “se hace” hombre o un hombre llega a semejarse Dios?
  • Caso de tener que acentuar, ¿dónde pongo el acento? ¿En Dios? ¿En Hombre? (Por supuesto que es muy vieja la cuestión.)
  • ¿Supo Jesús, en todo momento o en algún momento, quién era él? (Esta pregunta ya no es tan vieja)
  • Eso que llaman “encarnación” ¿es un proceso: Dios se “va haciendo” en Jesús? o ¿todo se consuma “substancialmente” en el momento de la concepción?
  • Etc. etc.

    Personalmente, considero más bello – y más real – pensar que el hombre Jesús desarrolla tan plenamente su humanidad, realiza tan plenamente “el proyecto de hombre”, que hace posible la “invasión” de la divinidad, y se realiza tal unidad entre Dios y aquel hombre (¡misteriosa unidad!) que lo que él piensa es lo que piensa Dios; lo que él dice es lo que dice el Padre; ama como, y cuanto ama el Padre; y sus preferencias son las del Padre. Y, así, quien lo ve a Él está viendo lo que se puede “ver” del Padre.

    Menos mal que esto ocurrió así. Sin Jesús, no hubiéramos sabido de Dios nada. Si, a pesar de Jesús, nos hacemos un lío con esto de Dios, sin él por medio, nos hubiéramos vuelto locos o paganos.

    Toda la revolución interna que está ocurriendo en las Iglesias cristianas, se debe, en gran manera, al enorme avance en el conocimiento de quién era y cómo era Jesús. Es decir: en la Cristología, asignatura fundamental en la fe de los cristianos y de cualquier hombre de buena voluntad. Porque Jesús es patrimonio de la humanidad, y no es propiedad de nadie, ni de ninguna iglesia, ni de ninguna raza.

    ¿Qué hubiese sido de la Divinidad si Jesús no hubiera existido? Pues seguramente que los hombres hubieran ido creando monstruos y más monstruos divinos hasta poblar miles de olimpos fabricados a la medida de sus miedos apetencias, y conveniencias. Y cuantos más dioses en los olimpos, más esclavos en la tierra.

    Jesús es el camino hacia Dios. Jesús es la verdad sobre Dios. Jesús es la vida de Dios. Pero, este Jesús del que hablamos está por encima de cualquier religión, y del mismo cristianismo. No puede ser barrera que separe culturas, ni bandera contra nadie.

    Jesús no supo quién era él. Es decir, no sabía Cristología. No hubiera entendido ni una palabra de lo que dijeron, no digo ya el Concilio de Nicea, Calcedonia, etc., es que ni siquiera hubiera entendido lo que de Él escribió Juan, o quien quiera que fuese el autor del cuarto evangelio.

    Y el acento ¿dónde lo pongo, en su humanidad o en su divinidad? Para mí, no hay duda. Desde que nació hasta que murió, el “acento” está en lo humano. A partir de la muerte, o mejor desde la resurrección, el “acento”, no cabe duda, hay que ponerlo en lo divino.

    No puede haber duda: fue un hombre sin trampa. Sin cartas en la bocamanga, sin privilegios. Con la ciencia y con la ignorancia de un hombre de su tiempo. No echemos purpurina, ni magia de circo sobre la realidad humana de aquel palestino llamado Yesuá.

    Él es el triunfo de la humanidad. El centurión romano, junto a la cruz, confiesa que aquello, tan maravillosamente humano, no podía ser sino el hijo de Dios. Por supuesto que el centurión no era un teólogo de Nicea, pero sí adivinó que detrás de aquella forma de morir, tan profundamente humana, tenía que estar Dios.

    Y esta maravilla de Hombre no sale hecho de las manos de Dios. Ese hombre se ha ido haciendo.

    Nada ha salido terminado de las manos de Dios. Dios no crea Hechos ni Personas. Dios crea evolución, crea historia. Jesús, como todo hijo de vecino, tuvo que “hacerse”. La llamada “encarnación” fue un hacerse. (Como la llamada “creación” tampoco salió hecha de la palabra de Dios). Dios se fue haciendo presente, se fue “encarnando”. Dios no “vino” en una noche de Navidad. Dios fue entrando, noche a noche, día a día, en aquel judío llamado Yesuá. Navidad es el comienzo de la aventura. No hay fechas mágicas, ni automáticas. Todo es proceso. Todo es crecer. Dios crecía en Jesús, a medida que Jesús crecía como hombre.

    El “Verbo” no llega desde fuera del mundo y se hace carne humana. Según Karl Rahner, esto supondría la creencia en un dios que se viste de hombre como el que se pone un traje. Cristo no “viene” del cielo, “desciende” a los infiernos, y “sube”, de vuelta, al cielo. Eso es un enfoque mitológico, y por tanto herético. No cristiano.

    Explicar todo esto, detalladamente, no entra en la brevedad de estas reflexiones, que sólo pueden pretender sembrar la necesidad de pensar, y repensar los llamados artículos de la fe. Cualquier cosa menos tragarse los dogmas como si fueran píldoras elaboradas en la rebotica de nuestros vaticanos. Entre otras cosas porque si no se digieren, explotan con el tiempo y vienen los vómitos y las náuseas.

    Luis Alemán Mur