“He sido convocado a Roma por el cardenal Gantin, prefecto de la Congregación de los obispos, el 12 de enero a las 9:30. Las amenazas que pesaban sobre mí desde hace algún tiempo han sido ejecutadas. La cuchilla ha caído. Me ha sido notificado que se me quitaba mi cargo de obispo y que la sede de Évreux sería declarada vacante al día siguiente a las doce. He sido invitado a entregar mi dimisión, lo cual he creído que no debía hacer”.

Así rezaba la nota de prensa de Jacques Gaillot, obispo de Évreux, el 13 de enero de 1995, el mismo día en que quedaba destituido por el papa Juan Pablo II. ¿Sus delitos? Muchos y graves: clamar por todos los derechos humanos, defender a condenados y prisioneros, disentir abiertamente de la doctrina eclesiástica sobre la moral sexual, los preservativos, el aborto y la familia, afirmar la dignidad sagrada de orientaciones sexuales e identidades de género diferentes, pronunciarse contra el celibato sacerdotal obligatorio, apoyar públicamente a objetores de conciencia, protestar contra las armas y pruebas nucleares del Estado francés, respaldar la sublevación palestina y reunirse con Yasir Arafat, visitar a un joven militante anti-apartheid de Évreux condenado a cuatro años de cárcel por el régimen sudafricano, dejando para ello de acompañar la peregrinación diocesana a Lourdes, escribir contra la guerra del Golfo (Carta abierta a los que predican la guerra y ordenan a otros hacerla), condenar el bloqueo contra Irak, convocar en su diócesis un sínodo de tres años. Por ejemplo.

La gota que colmó el vaso fue su severo libro (Bufido contra la exclusión) contra las leyes sobre la inmigración del gobierno francés. Juan Pablo II, que a sabiendas protegía y bendecía a Marcial Maciel y daba la comunión en la boca a Pinochet, no lo pudo tolerar. Su delito fue su libertad de palabra y de acción contra todos los poderes, en favor de todos los oprimidos. Su delito fueron las Bienaventuranzas de Jesús, el profeta condenado por la alianza del templo y del imperio.

    Fiel al Derecho Canónico que exige que a todo obispo, ejerza o no como tal, se le asigne –primero es la dignidad episcopal y luego el servicio– una diócesis del presente o de un pasado remoto, el papa polaco le designó “obispo de Partenia” (que en griego significa “virginidad”), una ciudad con sede episcopal, situada en las altas mesetas del Setif en Argelia, destruida por los vándalos en el siglo V y sepultada luego bajo las doradas arenas del Sahara, llevadas por el viento. Allí había cumplido justamente el joven Jacques su servicio militar. Allí había escuchado el clamor del desierto y de los pobres contra todas las armas, ejércitos y guerras, en favor de la justicia y de la paz.

    ¡Feliz nombramiento! El carisma del obispo destituido y el apoyo generoso de muchas amigas y amigos convirtieron Partenia en diócesis virgen o libre, sin fronteras ni cánones, de carne y hueso y online. “Me tomo la libertad”, escribió Gaillot, y, libre como el aire, el agua, la arena, se fue a vivir al edificio ocupado de la Rue du Dragon de París, sin otra sede ni palacio episcopal, en medio de familias de inmigrantes sin papeles, donde nadie era extranjero. “La misericordia es la firma de Jesús: un don que excede toda justicia”, escribió veinte años después. La misericordia insumisa ha sido la firma de este “obispo de los otros” y el sello de Partenia, Iglesia de todos los “sin”, voz de los sin voz, hogar de los sin patria ni derechos, ni techo ni hogar, migrantes, prisioneros, prostitutas, palestinos, saharauis… “Un lugar de la libertad
donde todos los pueblos de la tierra pueden entrar en un dialogo”, en palabras de su obispo.

    ¡Gracias, Pierre Pierrard, “padre fundador”, y Gérard Warenghem, hijo y hermano del mundo, ambos hoy habitantes de la tierra sin males! ¡Gracias, Katharina Haller, Jean Garnier, Jean-Pierre Maillard, Hélène Dupont, profetisas y profetas de un mundo sin fronteras políticas ni religiosas!

Fiel a la ley de la vida, Partenia acaba de disolverse, pero es un decir. Se ha abolido como entidad jurídica, pero nunca nació para ser eso, para sujetarse a cánones y leyes. Nació para abolir fronteras: nacional-extranjero, mundo-Iglesia, clérigo-laico, creyente-increyente, profano-sagrado, material-espiritual, natural-sobrenatural, humano-divino. Nació para eliminar aduanas, derribar muros, abrir celdas, romper cerrojos. Para borrar la exclusión. Para anunciar y practicar la fraternidad y la igualdad. La libertad.

Nació para disolverse como sal y levadura en la masa de harina. Para derramarse como agua en la arena y fecundarla. Ahora que se ha disuelto, ha nacido de verdad. Su profecía sigue en pie, como aquella de Isaías: “Haré brotar agua en el desierto” (43,20). “El desierto se convertirá en un vergel” (32,15). “Habitarán los pueblos en albergue de paz” (32,18). “Sembraréis felices junto al agua y dejaréis sueltos al buey y al asno” (32,20).