El día en que todo empezó a cambiar

Religión y normas caminan de la mano y se entienden de maravilla. Las normas esconden siempre la pretensión de erigirse en soberanas para regirlo y controlarlo todo y como nos descuidemos, se salen con la suya y nuestra conciencia pierde su margen de reserva y se somete sin rechistar. Pero a veces ocurre algo inesperado que lo trastoca todo (este ejemplo se lo oí a J. A. García Monge): en marzo de 1957 un motu propio de Pío XII cambió la normativa del ayuno antes de comulgar, reduciéndolo a tres horas en vez de doce para los alimentos sólidos y una para las bebidas.

¿Y eso qué importancia tiene?, se preguntará alguno. Pues muchísima, porque el tema se nos grababa a fuego en la preparación a la primera comunión. Los ejemplos de incumplimiento eran tremebundos: si un niño comulgaba, nos decían, después de haberse comido un caramelo, cometía un sacrilegio y si se moría esa noche, se iba de patitas al infierno. Traten de imaginar los nacidos después de esa fecha el shock que supuso el cambio para las conciencias y las peligrosas conclusiones que empezamos a sacar: “Entonces, si el 18 de marzo bebía agua antes de comulgar, podía condenarme para siempre mientras que, si lo hago el 20 de marzo, desaparece la amenaza”. De pronto, una normativa que reinaba majestuosa e inapelable sobre los católicos dejaba de ser algo absoluto y volvía al lugar secundario del que nunca debió salir. Una piedra minúscula había provocado en ella una fisura casi invisible que la dejaba ya en irremediable estado de fragilidad.

Cuentan que un obispo dijo al terminar el Concilio: “La cristiandad ha muerto ¡viva el cristianismo!”, y Paul Ricoeur comentó después: “Yo hubiera preferido decir: “La cristiandad ha muerto ¡viva el Evangelio!”

Según J. M. Rovira Belloso la Iglesia tendría que escribir sus normas con la humildad del que escribe con lápiz, pero muchos sectores eclesiales añoran hoy volver a la tinta china para redactar urbi et orbe sus normas y costumbres. Posiblemente no coincidamos con ellos, pero ¿somos conscientes de que lo que emerge del Evangelio será siempre infinitamente más totalizante y radical?