No es correcto aplicar a Dios nuestras filosofías. Nosotros unimos la divinidad y poder. No es correcto decir que Dios tiene poder o riqueza. Si se trata de tener, Dios no tiene nada. Dios simplemente “es”. Quien tiene cosas es que le falta eso que tiene. En nuestro mundo de seres con comienzo, necesitamos de todo. Tenemos riqueza, agua, poder porque necesitamos de eso para poder ser.

Por eso, en todas nuestras referencias a Dios, en nuestra espiritualidad, en nuestras oraciones, Dios es “poder”. En toda adoración a Dios, adoramos el poder. Tanto que hemos llegado a sacralizar el poder. Por ejemplo, se sacramentaliza la elección y la entronización del que ostenta el poder. Contamos con una teología del poder. Los que mandan han sido puestos por Dios. Han sido elegidos por Dios. Representan a Dios. Quien los obedece, obedece a Dios. Al pueblo le gusta que Dios mande. Es un orgullo tener unos jefes que están puestos por Dios. Da prestigio y seguridad.

Esto ha ocurrido en toda religión que se precie. Los Faraones eran dioses. Los Emperadores de Roma eran divinizados al morir. Cuando ya la degeneración era total, consiguieron la divinidad sin tener que morirse.

La diferencia entre los paganos y el Antiguo Testamento es que en Israel los reyes, o los que ostentaban el poder, nunca llegaron a ser considerados dioses, como ocurría entre paganos. Aunque sí “elegidos” y “ungidos” por Iahvé.

Cualquier poder para ser tal, tanto en Israel como en el posterior cristianismo, emanaba de Dios. Identificar Poder y Dios fue columna vertebral de la historia escrita por los judíos. El poder representaba y era “sacramento” de Dios. La democracia no es del Antiguo Testamento. Y el cristianismo lo calcó de Antiguo Testamento.

Parece evidente que en esto del poder, autoridad, jefaturas, canonjías, papados, abadías, cardenalatos y demás jerga curial la Institución Católica prefirió el Antiguo Testamento. Era y es muy difícil sacar conclusiones prácticas del lavatorio de los pies. En lo organizativo y en lo teológico no se admite la democracia para la nueva Jerusalén. Poder y Divinidad siguen caminando juntos, como en el Pentateuco.

Y para el pueblo es más cómodo seguir siendo niños. Es más práctico y rentable delegar responsabilidades en la madre superiora, en el obispo, en la conferencia episcopal, en el papa: ellos nos evitan el riesgo de ser adultos. Se está bien en el seno materno. Desviaciones freudianas de infantilismos enquistados. En cuestiones de fe el creyente siente pánico a ser adulto. Huye del riesgo de la madurez y vende su conciencia al poderoso de turno.

Por contra, la sociedad civil ha alcanzado notables grados de madurez. Incluso las viejas monarquías han de ser refrendadas, ya, por el pueblo: única fuente del poder. Dios no tiene nada que ver -¡alabado sea el Señor!- en la designación de sus monarcas. Dios no los ha elegido, ni ungido.

La democracia es un gran paso en el lento caminar de los hombres. Se consigue sólo en sociedades adultas. En ambientes más primitivos, las masas prefieren que Dios siga al mando. Que sea Él quien elige y garantice. Quedan algunas momias ridículas en sociedades sacralizadas como el Rey de Marruecos, los Jomeinis, los Hassanes, los Ulemas de Afganistán. Todos “liberan” a sus pueblos de la obligación de pensar, decidir y crecer.

Mientras la Institución católica insista en mantener su teología del poder, el pueblo cristiano no saldrá de la guardería.

Secularizar el poder no es negar a Dios. Es dejar al hombre que sea hombre para que Dios sea Dios. Al Cesar lo del Cesar y a Dios lo de Dios.

odrá parecer ateo o paradójico: para que la sociedad se acerque a los designios de Dios tendrá que liberarse del pegajoso sistema teocrático, del paternalismo clerical y asumir su madurez, su mayoría de edad. No es posible escribir nuestra autobiografía si, antes o después, no hemos corrido el riesgo de ser libres. Ahí radica el progreso de la humanidad.

Con frecuencia el infantil recurso a Dios no es otra cosa que la huida de sí mismo, bien por miedo bien por abdicación de la libertad.

Una Iglesia católica dirigida, gobernada por una camada de supuestos elegidos, ungidos, sacramentalizados cuya aportación más eficaz a las religiones sea su Derecho Canónico, es simplemente una traición a Jesús de Nazaret.

Luis Alemán Mur