bottstPienso que lo cristiano ha sido un elemento determinante en la historia de los hombres. Pienso que nunca podremos valorar la influencia que Jesús de Nazaret ha supuesto en el desarrollo y plenitud del hombre en la historia. A pesar de las muchas críticas y crímenes que podemos acumular sobre nosotros los creyentes y las iglesias cristianas, esas iglesias y esos creyentes han sembrado la tierra de evangelio, en todas las épocas. ¡A la sociedad le ha merecido la pena vivir en la fe de Jesús!

Quizá la historia nos exija a los cristianos, hoy más que antes, el sacrificio de no mirarnos tanto el ombligo. Puede que tengamos, ya, el ombligo podrido. La masturbación entre las tapias de las religiones, huele a egolatría. Por supuesto que no aludo a lo sexual. Hablo de otra masturbación más peligrosa: la de las ideas. Masturbamos los dogmas, las creencias, los ritos y las leyes. La veneración y manoseo de los sistemas religiosos puede acabar por cargarse a Dios. No son las religiones las que han de salvarse. Son los hombres.

En tiempos de Jesús, el de Nazaret, parece que fue una condición imprescindible para entenderle y seguirle, el liberarse de la “religión” de los judíos. De forma que el dilema fue explícito: o te liberabas de la Torah, del Templo, de la religiosidad en curso o no entendías nada del nuevo “reino” de Dios. “Ve, vende todo cuanto tienes y luego ven (así, sin nada) y sígueme”

San Benito fue pieza imprescindible para la estructura ósea de Europa. Santo Domingo sembró la intelectualidad en una Europa y un occidente muy precario, dominado por sabidurías paganas. Francisco, el de Asís, fue la gran bofetada que dio Dios al Vaticano podrido. Ignacio trajo el orden a una iglesia desmadrada y desbocada y a un clero mugriento. Teresa desinfectó sus conventos de tanta aristocracia de cinco estrellas.

Cada uno aportó su carisma. Pero no eran Jesús. No eran el dogma final. No eran lo Absoluto. Son parte de una Historia más grande que ellos, más larga. Lo que cada uno aportó en su época fue quizá lo más urgente para esa época. Cada uno en su espacio y en su tiempo. El carisma de la búsqueda de la verdad de aquel Sto. Domingo, no se puede contraponer con simpleza al carisma de la obediencia ignaciana.

Pasado el tiempo, -¡ironías de la historia!- la búsqueda de la verdad fue el madero que utilizó Roma para crucificar al dominico Ives Congar. La obediencia ignaciana fue el instrumento de tortura que Wojtyla esgrimió para machacar a Arrupe.

Dos carismas al servicio de la fe y de la historia. Pero Roma, que no congenió nunca con los carismas, a uno lo puso al borde del suicidio (véase la autobiografía de Congar), al otro (Arrupe) le rompió el cerebro y el corazón.

Roma no reconoce ni llora por los cadáveres que va dejando. Siguió a lo suyo: manoseándose el ombligo. La historia nos hace adultos. Nos toca vivir nuestra fe sin luchar contra Roma. Sin esperar mucho de Roma. Hay que desacralizar Jerusalén. Hay que desacralizar Roma. Ni una es la Jerusalén celestial, ni la otra es la Iglesia de Jesús.

¿Acaso esperamos todos los años los resultados de nuestra Conferencia episcopal para que ilumine nuestras vidas con sus pastorales?

Puedo hablar, no desde la sabiduría, sino desde mi libertad conseguida no sin dolor, y desde una fe cada vez más firme y tranquila. A mi edad, sólo desde la fe en Jesús se pueden discernir las viejas y las nuevas corrientes del pensar. Sigo estudiando. Voy a las misas de pueblo, donde no dan galletas, aunque sí algo parecido que tampoco puede ser calificado como pan. Hay un personaje que preside la ceremonia, al que llaman sacerdote (¡!) Explica un evangelio que no ha estudiado, repite unos ritos a los que ni él parece encontrarle sentido. Predica un sermón viejo y hueco.

Sigo yendo, porque siento presente a Jesús al recoger mi parte de comida. Me gustaría que al menos la hubieran hecho allí, en la mesa delante de mí. De ordinario nos dan las sobras de otra misa. Bueno, pero la como con el pueblo; necesito rezar con todos el Padre nuestro; sentirme unido a los que, como yo, conservamos por todo el mundo, el Espíritu de Jesús. Necesito dar mi mano a todos los que me la quieran dar. No quiero ni puedo sentirme iglesia de Jesús en soledad.

Luis Alemán Mur