… Y TAMBIÉN DE KOLVENBACH, A OTRA INTERVENCIÓN PAPAL HAN SIDO DECISIVOS

Que el Concilio Vaticano II suponía una reforma de la Iglesia y la apertura a un nuevo planteamiento fue algo que enseguida captaron las personas e instituciones más conservadoras de la Iglesia, probablemente mucho más que los abiertos a los cambios. Marcaba el final de una época, la de la contrarreforma, el antimodernismo y la defensa contra la Ilustración, en la que el catolicismo había perdido la sintonía con el curso de la historia y las nuevas preguntas y necesidades de los hombres.

Había que proceder a una reforma interna (la Constitución “Lumen Gentium”) y externa (la Constitución Gaudium et Spes) de la Iglesia, que conllevaba una nueva teología del episcopado, de los laicos, de la vida religiosa, de la relación con las otras iglesias cristianas y de las misiones, etc. El curso del Concilio afianzó las alarmas de los tradicionalistas. Triunfaban la nueva teología y autores que habían sido condenados por Pio XII en los cincuenta.

Los jesuitas fueron, con otras congregaciones religiosas, protagonistas del Concilio y, en conjunto, propulsores de los cambios. La elección de Pedro Arrupe como General (desde 1965 a 1983) y las Congregaciones Generales 31 (1965-1966) y 32 (1974-1975) marcaron el nuevo rumbo. Había que reformular la identidad y misión jesuita en un nuevo contexto. Los problemas del siglo XVI resurgían en una nueva época histórica: renovar a la Iglesia y ser fiel a ella; propugnar una forma de misión y de vida religiosa diferente, sabiendo que muchos se oponían a ello.

Se buscó reformar a la Compañía internamente (equiparar a profesos y coadjutores; transformar las instituciones y colegios, en línea con la doctrina social y la opción por los pobres; impulsar la misión y desmonaquizar a los jesuitas, promocionar a los laicos, etc.) y externamente (vincular fe y justicia; promover el ecumenismo; pasar de la sociedad de cristiandad a una iglesia en misión en una sociedad secular, abrirse al diálogo con la Ilustración y el ateísmo, etc.).

Arrupe se convirtió en un símbolo del nuevo paradigma. La Compañía, que había sido una fiel servidora del papado y la jerarquía, se convirtió en sospechosa. Se la acusó de mundanización y de cercanía al comunismo, como a la teología de la liberación a la que habían contribuido algunos jesuitas; de desobediencia y de permitir corrientes críticas con la jerarquía eclesiástica y el mismo papado.

Wojtyla y Arrupe

El paso de Pablo VI a Juan Pablo II, así como la nueva hegemonía de los tradicionalistas, que habían sido minorías en el Concilio, consolidó el distanciamiento de la Compañía y del Padre Arrupe por parte del gobierno de la Iglesia. La aceptación y obediencia de los jesuitas ante la intervención papal, con el nombramiento del Padre Dezza como su delegado para toda la Compañía, saltándose las constituciones, apaciguó los ánimos.

Pero la desconfianza y rechazo de los jesuitas pervivió en parte de la jerarquía romana y en muchos obispos. La elección del Padre Kolvenbach (1983) por la Congregación 33, con la aceptación de Juan Pablo II, protegió a la Compañía, pero al presentar éste su dimisión (2006), por primera vez en la historia, y ser aceptada por el papa Benedicto XVI, resurgió de nuevo el intento de controlar y reorientar a los jesuitas. La herencia del Concilio y de Arrupe no solo persistía, sino que se había impuesto a pesar de la oposición de la minoría jesuita conservadora.

El intento del Cardenal Bertone se inscribe en este contexto. También potencia el significado de Bergoglio, un provincial jesuita en sintonía con los tradicionalistas, que vivió un proceso de “conversión pastoral y teológica” cuando fue Arzobispo de Buenos Aires, como le ocurrió a Óscar Romero en el Salvador. En el cónclave era visto por muchos cardenales como tradicionalista, aunque abierto y dialogante. De ahí que los conservadores pensarán en él como nuevo delegado papal.

El rechazo de Bergoglio y también de Kolvenbach, a otra intervención papal han sido decisivos. Y ahora con el Papa Francisco la dinámica del Vaticano II se recupera, aunque en un contexto diferente. Y con él la herencia espiritual y teológica del Padre Arrupe y de las congregaciones 32 y 33, que han marcado a la Compañía desde el Vaticano II. Subsiste el antijesuitismo en parte de la Iglesia, ahora reforzado por los que impugnan el pontificado del papa Francisco.