Es imprescindible que antes de hablar de Dios, de política, de filosofía o economía, todo el mundo acepte que el preámbulo ineludible, en occidente y en oriente, para cristianos y musulmanes, para ateos o nósticos, es el hombre. Colaborar en el progreso y terminación del hombre. Que nadie se atreva hablar del paraíso eterno, sin antes crear humanidad, y hacer habitable esta tierra.

Después de esa declaración, en la que pongamos al hombre como centro, hablemos si queremos de Dios y del big bang.

Esto va por todos. La confrontación de las religiones es la consecuencia de seguir instalados en conceptos mitológicos sobre lo sagrado. O simplemente, son religiones levantadas sobre un Dios que necesita del incienso de los hombres y sacrificios rituales, para demostrar que es Dios.

Si existe un auténtico Dios: ese tiene que ser un Dios para los hombres.

¿No habrá un Papa que escriba una encíclica defendiendo al hombre por sí mismo, que predique su liberación de todas las opresiones, incluso de las religiones que esclavizan al hombre en nombre de Dios? ¿No sería el hombre el lugar de encuentro antes de subir a ningún templo? ¿No sería esa la nota distintiva de la “iglesia” de Jesús?

No existe un Dios para cristianos y otro Dios para musulmanes. Yahvé y Alá no son hermanos ni primos hermanos. Cuando los musulmanes rezan lo hacen – lo sepan o no – al mismo Dios que rezamos los cristianos.

Sobre Dios no vamos camino de ponernos de acuerdo. Cada cual lleva una foto distinta. Y quizá ninguna se acerque a la Realidad. Equivocarse sobre Dios es lo normal en el hombre. Y los errores sobre Dios generan guerras, amarguras, mucho llanto y mucha pérdida de tiempo. Se ve difícil, quizá imposible, incluso perjudicial, conseguir una idea universal sobre Dios. Sin embargo, es imprescindible poner al hombre como la principal tarea para toda religión, nación, cultura, filosofía o teología.

Toda religión que olvide al hombre o pisotee algún derecho del hombre debería ser declarada ilegal por la ONU.

Porque ocurra lo que ocurra con la fotografía que cada uno tenga de Dios, hay una realidad que tenemos delante, que no admite dilación alguna: el hombre. Incluso pudiera ser verdad que Dios se haya quitado de en medio, se haya secularizado, precisamente para que toda nuestra atención se centre sobre el hombre.

Si el cristianismo quiere ser fiel a sí mismo, es decir: fiel a Jesús de Nazaret, quizá tenga que aprender cada día más antropología, más psicoanálisis, más sociología, más demografía que teología.

Lo llaman teología de abajo hacia arriba. Lo cristiano empieza abajo, empieza en el hombre. Si no te importan, o no conoces a los que te rodean y los que te necesitan, olvídate de la teología. ¿Para qué vas al Templo, a comulgar, a orar? Sin duda que nuestro cristianismo, el oficial de marca, padece un exceso de valoración de los conceptos y un déficit de calor de hombre. En la Central vale más una verdad que un hombre.

Seguir los pasos a los discípulos de Jesús. Todo lo que aprendieron, lo aprendieron a través de la humanidad de Jesús, de aquel Jesús de las calles. A través de lo humano fueron sabiendo de lo divino. Incluso su modo de morir sembró la sospecha de que algo divino había en aquel hombre: verdaderamente este hombre tiene que ser hijo de Dios.

Como especie comunitaria, el hombre no ha alcanzado un desarrollo suficiente y equilibrado. En consecuencia, el mundo entero gime, con dolores de parto, a la espera de que el hombre llegue a ser humano.

Profetas, sacerdotes y pontífices de todos los colores increpan a las masas reconviniéndolas por haber abandonado lo divino. ¡La pérdida de la fe en Dios!, –grita el Vaticano– ¡los malvados infieles!, ladran los ulemas furibundos en las mezquitas, o escondidos en cuevas medievales, incitando a la matanza de incrédulos.

Puede que no sea la falta de lo divino, sino la falta de lo humano lo que hace crujir a la sociedad.

La teología invierte su mayor esfuerzo en estudiar a Dios. La ciencia de los cleros –en cualquier religión– se especializa en Dios. El problema sobre su existencia y entidad absorbe el tiempo de la mayoría de los pensadores piadosos. Las religiones más avanzadas creen, incluso, haber cercado el “Objeto” de sus investigaciones académicas. Sus doctores tienen controlado a Dios. En cambio, el gran desconocido, el abandonado sigue siendo el hombre.

La Iglesia católica invierte mucha pasión, mucho dinero, mucho trabajo, grandes bibliotecas en el diseño y control de su pensamiento teológico. Perfila, una y otra vez catecismos y ritos. Ha convertido la liturgia en un solemne y cuidado culto al Altísimo. Ha olvidado incluso que la liturgia entre los creyentes en Cristo es, ante todo, la vida y la convivencia fraterna en recuerdo de Jesús el Maestro. El Vaticano pierde tiempo y medios miserablemente para salvar el culto y la ciencia de Dios. Aunque la cuestión no está sólo en la pérdida de tiempo, lo peor es que pierde el sentido de su acción, el porqué de su razón de ser.

Como experiencia personal, confieso haber dedicado la mayor parte de mis estudios teológicos a saber de Dios, a buscar a Dios. Mientras, se me escapaba el conocimiento de los que convivían a mi vera, o seguía en el mayor desconocimiento sobre mí mismo.