¿Dónde se fabrica la fraternidad?


El centro de una “celebración eucarística”, no es el altar, ni mucho menos el sacerdote, (aunque él se mueva, hable, y gesticule como si fuera Moisés o un prestidigitador del misterio). El centro de la eucaristía no es ni el pan ni el vino. El centro es la comunidad. Y todo lo que allí se hace, se hace para la comunidad. Y lo que allí se hace, lo hace la comunidad. Hasta el Pan y el Vino son para ser repartidos y comidos por la comunidad. No para ser “adorados” o para recibir “culto”. No hay eucaristía sin comunidad. Si quitas la comunidad sólo queda brujería y derecho canónico.

Incluso en la configuración arquitectónica de las iglesias se plasma este gravísimo desenfoque teológico.

El retablo es el telón de fondo, como un ventanal por donde se cuela el “cielo”, o para que todos miren hacia el cielo. Un cielo lleno de santos, vírgenes y ángeles. Cuando a quien hay que mirar es al hermano sentado junto a mí en la misma mesa, en el mismo banco: ese es el “cielo cristiano”.

El Altar en lo más alto, hacia donde convergen todas las miradas. Grave error. El “altar” es reliquia de ritos paganos o judeopaganos. Piedra sobre la que sacrificaban los corderos o los niños. En la Eucaristía cristiana es simplemente la mesa de comedor que reúne a los congregados, que se están haciendo hermanos a base de comer este Pan y beber este Vino. A base de compartir. Comensales alrededor de una mesa con el recuerdo (“haced esto en memoria mía”) de un hermano, Nuestro Señor Jesús, nacido y muerto por servirnos.

El sacerdote, nombre y oficio heredados de ritos paganos y judíos, en los que actuaba de protagonista y de “médium”. Hoy en día: impedimento para que se desarrolle y crezca la comunidad. Comunidad que debe ser, como todo grupo humano, como toda mesa, presidida por una persona adulta y venerable. Como en cualquier familia, y cuyo oficio es haber aceptado servir a la comunidad.

Pan y Vino, La comida, hecha para la comunidad y por la comunidad. Hasta el punto de que si no hay comunidad no hay Eucaristía.

Comunidad, la razón de ser de esa fiesta. Todo y todos los demás a su servicio. Ante ella, el que preside debe inclinar su cabeza en señal de respeto y reconocimiento.

¿El sagrario? No debe haber sagrario en una Eucaristía. Y si lo hubiese debería ser ocultado o ignorado discretamente. En la celebración de una Eucaristía se está fabricando el Pan y el Vino del Señor. Y cuando termine la “cena del Señor”, los restos se guardan en lugar digno para ser llevados a los enfermos e impedidos.

Nada de esto es nuevo. Simplemente lo hemos olvidado. Lo que hoy hacemos es consecuencia de la más oscura edad media. En aquellos tiempos imperiales se engendró y se dio a luz la cristiandad en detrimento de la comunidad de creyentes en Jesús. La cristiandad no convence hoy a nadie. Jesús el de Nazaret, el de la primera cena, sigue a la espera tras un velo Institucional.

El catecismo católico no quiere saber nada de esto. Sigue con aquello de la transubstanciación, substancia, accidentes, Santo Sacrificio, Ofrenda Divina, Expiación. Olor a Antiguo Testamento y a paganismo.

El catecismo católico ha dominado al Evangelio. No se dice. No se puede decir. Se inciensa, con cierto teatrito cultual, el libro de los evangelios, pero la vida cristiana está dominada y regida por un catecismo que empobrece y paganiza al Evangelio.

El catecismo católico está atravesado por tres o cuatro verdades que se consideran fundamentales y que han desenfocado, desencuadernado todo el mensaje evangélico.

Luis Alemán Mur