Muchas organizaciones religiosas tienen clero, pero hasta donde sé solo la Iglesia Católica estipula para el suyo la obligación del celibato.

Miguel Picado, Pbro. Abr 23, 2019

Muchas organizaciones religiosas tienen clero, pero hasta donde sé solo la Iglesia Católica estipula para el suyo la obligación del celibato. La única y reciente excepción (desde el Concilio Vaticano II, 1962-1965) son los diáconos permanentes, que pueden ser hombres casados, aunque las mujeres continúan excluidas. Pero si un diacono enviuda, no puede contraer un nuevo matrimonio.

Lo anterior es un atisbo de la inquina del sector conservador de la jerarquía sobre lo sexual, irritación carente de fundamento bíblico e histórico, bases sobre las que se funda la doctrina católica. Comprender tal contrasentido tiene vital importancia, dada la enorme influencia del clero en la formación-deformación emocional del vecindario, un asunto de salud pública.

El Nuevo Testamento solo en dos ocasiones recomienda abstenerse del matrimonio. Una es Mt 19:11-12 y la otra 1 Cor 7:1-7. En la primera Jesús dice que alguien puede renunciar al matrimonio (hacerse eunuco) para dedicarse completamente al proyecto de Reino. El teólogo Eduardo Schillebeeckx lo explica así: “Dada la alegría de haber encontrado la perla escondida, (Mt 4:11) algunos únicamente pueden vivir en el celibato”. Jesús mismo dice: “Entienda el que pueda”.

En 1 Cor 7:1-7, Pablo recomienda una vida matrimonial normal, pero aconseja para algunos evitar el matrimonio, sin que sea un mandato.

En ambas ocasiones, la decisión parte de una experiencia religiosa personal, sin ninguna relación con ejercer el servicio de presbítero. Los textos referidos no son disposiciones legales.

Durante los tres primeros siglos las eucaristías se celebraban en ambientes domésticos, entre llantos de bebés y con mujeres amamantando. La Escritura enaltece el matrimonio: “La alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo” (Isaías 61:10). No fue que marido y mujer compartieron un café. En muchas otras ocasiones, lo erótico-matrimonial expresa el amor de Dios a su pueblo. El Cantar de los Cantares exalta el amor entre mujer y hombre, en razón de su bondad y belleza. La carta a los Efesios 5:23-31 encomia la vida matrimonial. Señala que el marido debe amar a su mujer como Cristo a la Iglesia: con una entrega absoluta, pero cede a la cultura de su tiempo al indicar que el marido es cabeza de su mujer.

¿Por qué en la Iglesia decreció el aprecio al matrimonio? ¿Por qué se privilegia la vida monástica? ¿Por qué la teología de la espiritualidad matrimonial se encuentra en pañales? Concurren varios factores, pero solo comentaré el principal.

En la mentalidad bíblica el ser humano es su cuerpo y esto se mantiene incluso en las confesiones de fe: “Creo en la resurrección de la carne”, reza el credo de Nicea, del año 325. Pero en la cultura grecorromana el ser humano es un compuesto de alma y cuerpo, se sufre el dualismo cuerpo-espíritu. El alma o espíritu es noble y digno; lo corpóreo es despreciable, destinado a desaparecer. El cuerpo es la cárcel del alma; hay que dominarlo.

Fue inevitable que la concepción dualista del ser humano contaminase la bíblica y nos legara una espiritualidad que vilipendia nuestro ser material. El catolicismo mezcla ambas concepciones.

Esa disparidad de antropologías, de noción de lo que somos los humanos, se refleja en el encratismo, herejía presente desde el siglo II hasta el IV. Sus partidarios se abstenían del vino, eran vegetarianos y aborrecían el matrimonio. Se autocalificaban como cristianos de élite y miraban a los casados como inferiores. El dualismo brotó de nuevo con los maniqueos –cuyo apogeo se dio en los siglos III y IV- y los cátaros (los puros) que eclosionan en el sur de Francia durante los siglos XII y XIII. Esas fechas tan distantes denotan un fenómeno de larga duración, todavía vigente.

Propongo la hipótesis de que el celibato del clero católico se fundamenta en una vivencia encratista. Son indicios el rigorismo de la moral sexual predicada durante siglos, la exclusión del sacramento del orden sacerdotal para los casados, la minusvaloración de la mujer, el aire de superioridad con respecto a los laicos, inscrita en el Derecho Canónico.