Una de las cosas más corruptas y escandalosas, que estamos viviendo y soportando, es el notable predominio que se palpa en quienes mandan (o aspiran a mandar), en el agitado y convulso mundo de la política. Y digo que estamos soportando hechos y situaciones corruptas y escandalosas, porque somos muchos los ciudadanos que estamos hartos de aguantar a políticos y gobernantes a los que se les nota demasiado que lo que buscan y quieren (a toda costa), no es resolver los problemas que tiene y sufre la gente, sino alcanzar ellos el poder para imponer sus ideas, intereses y aspiraciones a la población indefensa.

La situación es tan deplorable que, a cualquier persona medianamente culta se le ocurre sospechar que una importante mayoría de los aspirantes a gobernar, ni han pensado en toda su vida que, en el ejercicio del gobierno (de un país, de un pueblo, de una institución…), no es lo mismo el “poder” que la “autoridad”. Un gobernante puede tener un poder absoluto, que es lo que tienen los dictadores. Pero un dictador, precisamente porque es totalitario en el ejercicio de su poder absoluto, por eso mismo carece de la autoridad, que necesita para que los ciudadanos vean en él al gobernante que tiene las cualidades (la credibilidad, la honradez, la sinceridad, la honestidad) que son indispensables para que la ciudadanía vea, en las decisiones del gobernante, las convicciones y proyectos que buscan el bien de la población.

En el ejercicio de cualquier forma de gobernanza, siempre fundamental para que las cosas vayan bien, es enteramente necesario que la población vea, en sus gobernantes, no sólo el “poder” que establecen las leyes, sino además la “autoridad” que se basa en la calidad moral y la autenticidad fundada en el derecho. Poder y autoridad que generan el sentimiento de “seguridad” en los ciudadanos. La base del bienestar de un pueblo, de un país, de la sociedad en general.

El profesor Ennio Cortese, en su magistral estudio sobre “Le Grandi Linee della Storia Giuridica Medievale”, analiza la famosa carta que, en el año 494, el papa Gelasio envió al emperador Anastasio y donde el papa le decía al emperador: “existen dos instancias para regir el mundo: la autoridad sagrada de los pontífices y la potestad real” (“auctoritas pontificum et regalis potestas”). La “autoridad” es la superioridad moral; la “potestad” es el poder público de ejecución.

No es posible estudiar aquí la enorme documentación histórica que existe sobre este texto. Ni vamos a caer en la ingenuidad de presentar a todos los papas como modelos de “superioridad moral”. Lo que importa no es la veracidad histórica sino la enseñanza ética. Y es evidente que, desde este punto de vista, la ejemplaridad moral del gobernante, que, en el ejercicio de su cargo, sólo piensa y actúa buscando el mayor bien de quienes más lo necesitan, ahí está el punto capital que justifica las decisiones de gobierno y la ejecución de tales decisiones.

Por desgracia, la ausencia del necesario equilibrio de la “autoridad” y la “potestad”, en el gobierno de los pueblos y las instituciones, es lo que ha desquiciado la seguridad de los ciudadanos y el bienestar en la sociedad. El brutal desquiciamiento que estamos soportando, en el debido ejercicio de la política, es lo que ha generado el contaminado y maloliente clima de convivencia en que vivimos.

Es verdad que, desde el s. XVIII, Montesquieu puso los primeros fundamentos de la separación de poderes, en el ejercicio del Derecho y de la gestión política. Se pensó que tal separación devolvería la transparencia y la equidad, en el ámbito de la más estricta justicia, en el ejercicio de la autoridad y del poder.

Pero la pura verdad es que la experiencia nos está enseñando que, si los políticos (y gobernantes en general) no son personas honestas, que ejercen la autoridad en plena transparencia, la corrupción de unos y de otros les ofrece medios, posibilidades e instrumentos para tomar las más repugnantes y perversas decisiones, que terminan beneficiando a los de arriba y destrozando, cada vez más y más, a los más desprotegidos.

Por poner algún ejemplo, para terminar, ¿cómo se explica que, en los grupos políticos más religiosos, es donde más se ha ensañado la corrupción? ¿qué religión es ésa? Y, sobre todo, ¿cómo se explica tanta desvergüenza y tanta hipocresía? Estamos hablando de una política y de una religiosidad que tienen, sin duda, mucho “poder”, pero que carecen por completo de “autoridad” y “credibilidad”. Con gente así, ¿a dónde vamos?