Teología feminista, una esperanza liberadora


The creation of God – Harmonia Rosales.

La pregunta por lo femenino ha sido, para mí, una pregunta ineludible. Jugar en escenarios de teatro me enseñó, desde pequeña, las múltiples formas de ser mujer, y las narraciones de los mitos y los cuentos clásicos me han mostrado caminos para acercarme a un femenino profundo y desconocido que ha sido abandonado en las lejanas tierras del inconsciente. Como psicóloga he acompañado a muchas mujeres en su proceso de autoconocimiento; conozco el poder sanador de los círculos de mujeres y he podido experimentar la fuerza creadora del encuentro que nos invita a la escucha, al cuidado de lo otro, a la potencia de la vida. Como teóloga indago constantemente en los misterios de las narraciones sagradas y los mitos de las diosas, en las biografías de místicas y santas y de la mano de grandes mujeres teólogas he percibido el camino de una teología liberadora. Como mujer no puedo dejar de cuestionarme por nuestro papel en el mundo actual, especialmente en lo que tiene que ver con las religiones y sus iglesias.

En este contexto, la pregunta por ser mujer se me ha presentado como compleja y necesaria, exigiéndome, además, reflexión e irreverencia frente al sistema establecido, a las creencias y a aquello que hemos dado por natural o cierto. Esta, además, es una pregunta que, lamentablemente, poco se toca en las academias de teología, y mucho menos en los púlpitos de las iglesias. El acontecer del encuentro, ese que celebramos siempre que nos juntamos dos o tres mujeres, ha sido el que me ha invitado a iluminar este camino.

Con el paso de los años he aprendido a mantener, en mi práctica académica cotidiana, pequeños actos de visibilización de lo femenino. Disfruto leyendo y escuchando a grandes teólogas como la brasileña Ivone Gebara, quien, a propósito, en un reciente encuentro programado por la Asociación de Teólogas Españolas, aseguró que «la iglesia patriarcal corre el riesgo de perder a las mujeres que piensan». Además, mi pasión por los mitos me permite tejer redes con imágenes antiguas y profundas de las diosas, de la Gran Madre y de otras representaciones históricas de lo femenino. Allí he podido comprender que el fundamento patriarcal en las religiones no es exclusivo ni originario del cristianismo. La analista Laurie Schapira, en su extraordinario análisis sobre el mito de Casandra, nos recuerda, por ejemplo, que esta historia tuvo lugar durante la Edad de Bronce, tiempo en el que «el mundo griego estaba sufriendo una gran convulsión: la transición de la cultura matriarcal a la patriarcal, con el consiguiente debilitamiento de los valores femeninos». Y es  allí, en la caída de las religiones matriarcales y de la Era de la Gran Diosa, donde aparecerán las estructuras religiosas marcadas por el patriarcado.

Desconocer los cimientos de nuestra historia mítico-religiosa, donde la divinidad femenina ocupaba la centralidad de los ritos y la relación del ser humano se establecía de acuerdo a este pensamiento con la vida, la muerte y la tierra de una forma específica, ha traído consigo una cultura de ambigüedad y de violencia contra las mujeres y lo femenino, donde, lamentablemente, el papel de las religiones en la historia moderna ha sido una manifestación de este olvido, y sus instituciones, patriarcales y opresoras, tienen hoy un largo camino por recorrer.

Sin embargo, como teóloga, no puedo desconocer que en el cristianismo primitivo el papel de las mujeres fue fundamental en la evangelización. Sólo por poner un par de ejemplos, vale la pena recordar que los Hechos de los Apóstoles dan cuenta de su labor representadas en personajes como Priscila, quien,  según señala San Lucas (Hch 18, 26), evangeliza a un tal Apolo (dato curioso este nombre ya que, siguiendo a Schapira, es el dios Apolo quien sustituye en la Antigua Grecia los cultos femeninos y el Oráculo de Delfos que pertenecía a ellas); que el diaconado femenino también es nombrado en el Nuevo Testamento cuando Pablo dirige sus cartas a Febe, una mujer que ejercía su oficio en Cencreas y pertenecía a la comunidad paulina de Corinto; y que las profetisas o “casandras” como las hijas de Felipe (Hch 12: 13,15; Hch 21, 9) eran escuchadas en vez de señaladas. Con el mismo fervor reviso con cuidado la relación de Jesús con las mujeres de su época, la defensa que hizo de ellas y posteriormente la apropiación que santas, místicas y misioneras, hicieron de las doctrinas cristianas, asuntos de gran importancia histórica y fundamentales para el cristianismo.

Las preguntas, que se hacen cada vez más complejas y amplias, o, tal vez, más pequeñas y concretas, me han llevado entonces a la Teología Feminista (TF). Y aquí, la historia, de nuevo, es larga. Con la colonización de América y la llegada de la religión europea al continente, también la Pachamama y las diosas ancestrales fueron desterradas. La institucionalización de la Iglesia Católica y de las comunidades protestantes en el «nuevo continente» no solo erigió consigo estructuras patriarcales, sino que además echó al olvido, o a la hoguera, a aquellas divinidades femeninas que poseían el saber de la tierra, el don de la profecía, las habilidades del tejido y una profunda relación con la vida y la muerte.

Pero esa potencia intrínseca se ha mantenido y se mantiene, más allá de las normas, de los establecimientos y los límites impuestos. Acercarme a la TF me ha permitido conocer algunos pasos de este largo trasegar donde debemos resaltar el trabajo abonado por las sufragistas, quienes abrieron los caminos de la emancipación para las mujeres del continente. Por la vía del derecho civil, ellas, la gran mayoría fervientes y creyentes, introdujeron transformaciones políticas que se sustentaban en sus creencias religiosas. Decenas de colectivos fueron motivados por mujeres cristianas en Norteamérica, quienes se consideraban abolicionistas y abstencionistas, e invitaban a las comunidades a leer la Biblia con la Constitución al lado, pues comprendían el carácter humano de las Escrituras y sabían que el Dios cristiano es un Dios de amor a la diversidad que defiende, especialmente, la dignidad.

Mujeres como Angelina Emily Grimké, una cristiana «panfletaria» que hizo un llamado público antiesclavista con su ensayo «Llamado a las mujeres cristianas del Sur» y cuyo trabajo ha sido vital en la vida de las iglesias y en la incidencia pública de las mujeres en lo religioso en nuestro continente; o como Elizabeth Cady Stanton, una de las primeras feministas en articular derecho y teología; como Sojourner Truth quien defendió a las negras en épocas de esclavitud; o como Olimpe de Gouges que elaboró la declaración de los derechos de la mujer en 1971; o Mary Wollstonecraft quien hace un gran trabajo para introducir la participación de las mujeres en el ámbito público, han abonado el camino para que hoy podamos hacer una reflexión cada vez más profunda y progresiva.

Teniendo en el panorama estos antecedentes, podemos decir que el punto de partida de la TF, especialmente la latinoamericana, se ubica en los años 70 cuando se funda la Teología de la Liberación (TL). Sin embargo, aunque el camino de la TF se abre allí, hay una crítica a la TL porque hace una preferencia por los pobres, pero no por las mujeres. En esta década, durante la Conferencia del Episcopado de América Latina en Puebla, México (1979), se introdujeron once números en el documento oficial para analizar la situación en América Latina, pero, como dirá Ivone Guebara, veintiocho años después, en la Conferencia de Aparecida, Brasil (2007), las grandes desaparecidas en la Iglesia somos y seguimos siendo las mujeres.

La TF fundamenta sus preguntas en la necesidad de reflexionar sobre el papel de la mujer en las iglesias y cómo las religiones han planteado nuestros roles y, con estos, cierta subordinación al poder masculino. Para esta teología, la crítica y la reformulación de los textos bíblicos y de sus interpretaciones son vitales, así como la revisión histórica y la deconstrucción de los discursos patriarcales de los Padres y fundadores de las primeras comunidades cristianas que han relegado a la mujer al papel de esposa o madre, de virgen o prostituta, o que le han endilgado el carácter de demoníaca y pecadora.

Teológicamente el tema se hace más complejo cuando, ante el hecho de ser mujer, aparece la cuestión ontológica ¿quién es Dios?, una pregunta inicial para comprender las características que definen a la divinidad, pues las respuestas, a lo largo de la historia, han dado cuenta de un discurso patriarcal, heteronormativo y masculino que se manifiesta claramente en los calificativos de Dios como Padre y Señor y la imagen de Jesús como hombre, blanco y heterosexual.

Autoras como Elisabeth Schüssler-Fiorenza nos han ayudado no solo a cuestionarnos dichas categorías, sino también a entender que los textos bíblicos deben revisarse para probar que la Biblia y estos atributos han sido usados para perpetuar la exclusión de las mujeres, y que esta ha sido escrita por hombres dueños de una mentalidad patriarcal. En esta línea de pensamiento la Biblia no puede ser la norma central de la fe, por lo que Fiorenza nos invita a una hermenéutica crítica feminista, en contra del machismo, el racismo y todo lo que pueda ir en contra del sistema opresor que es el patriarcado, recordándonos, además, que debemos leer la Biblia en clave liberadora, viendo el papel de las mujeres que han sido invisibilizadas, pues la palabra de Dios se ha convertido, en boca del discurso patriarcal, en una opresión para ellas y para nosotras, donde además de ser señaladas hemos sido obligadas a asumir destinos elegidos por otros.

Para las teólogas feministas el compromiso de la TF no es entonces con la Iglesia, sino con las mujeres de la Iglesia, no con la tradición sino con la transformación feminista de la tradición, no con la Biblia en su totalidad sino con la palabra liberadora de Dios. Esta opción por nosotras mismas, bajo el manto de la TF, nos permite centrar la reflexión en la experiencia de la vida cotidiana de las mujeres, especialmente de las pobres y oprimidas, invitándonos a deconstruir las palabras de Jesús y a preguntarnos qué mensaje liberador para las mujeres hay en los textos bíblicos.

Una reflexión, insisto, más que necesaria cuando se le mira bajo el lente de la realidad del capitalismo irracional y devastador que arrasa con todo lo que se encuentra en el camino, pues las mujeres, en el mundo y en América Latina, somos quienes hemos tenido que lidiar con la integración familiar frente al rompimiento de los vínculos sociales, quienes nos vemos enfrentadas con mayor desventaja a la desigualdad económica por la feminización de la pobreza, a quienes nos ponen en el centro del huracán en relación con la cosificación y deshumanización del ser humano en el mundo actual, y quienes debemos confrontar constantemente estereotipos reafirmados por instituciones y discursos patriarcales que limitan y van en contra de nuestra libertad.

Si la palabra ha sido un instrumento colonizador, e incluso, el sistema patriarcal ha controlado nuestra palabra, necesitamos que las mujeres tengamos voz y voto en los Sínodos y en la Iglesia, mujeres en las academias de Teología y cátedras de Teología Feminista, mujeres que dirijan, que escriban, que piensen, que creen con su palabra una teología liberadora para nosotras y para el mundo.

Hoy es vital que las religiones se permitan plantear unas nuevas identidades que posibiliten la recuperación del lugar político y profético de las mujeres para construir otros mundos posibles donde se encienda de nuevo la esperanza de una ética de la corresponsabilidad amorosa, donde el cuidado y la protección mutua apunten a una salvación liberadora.