La concepción “vulgar” de la revelación

Cada domingo millones de cristianos en todo el mundo escuchan la lectura de unos textos. Al final, el lector o lectora dice: “Palabra de Dios”. Son textos sagrados que se remontan a unos dos o tres mil años. Dios, allá lejos en el tiempo, ha hablado. La teología enseña que ese hablar de Dios “ha quedado completo con los Apóstoles” y ha dado como resultado lo que conocemos como Biblia.

Cuando la Biblia se estudia más de cerca, se aprende que Dios ha hablado en ocasiones concretas, de modos extraordinarios, a quienes ha elegido y diciendo lo que ha querido. Dios es libre de revelar cuando, cuanto y como quiere.

Además, hasta ayer se daba por supuesto que eso sucedía sólo en Israel. Los demás vivían en un estado de “religión natural”, producto de su razón, búsqueda a tientas del Dios que había hablado en otro tiempo y en otra parte, con la esperanza de que un día su revelación les llegaría también a ellos.

No vamos a decir que todo eso sea falso, o que no haya verdad en lo que quiere decir. Pero es evidente que dicho así, de manera esquemática pero no deformada, a nosotros hoy se nos antoja chocante e inaceptable.

Urgencia de un cambio desde la idea de Dios

Inaceptable por Dios mismo. Si hemos purificado su imagen, resulta incomprensible ese Dios extrañamente particularista, por no decir arbitrario. Crear a todos los hombres pero revelar su amor a sólo una pequeñísima minoría se parece demasiado a un hombre que tuviese muchos hijos pero sólo cuidase de uno y mandase los otros a la inclusa. ¿Por qué a unos sí y a otros no? Por otra parte, ¿por qué no decirlo todo de una vez o cuanto antes?, ¿cómo es posible que, más o menos hasta el siglo III a.C., mantuviese a su pueblo en la ignorancia sobre la vida eterna, provocando crisis tan terribles como la relatada en el libro de Job? Más grave aún, ¿cómo pudo decir en algunas ocasiones que había que pasar a cuchillo a ciudades enteras -el herem o anatema- o que iba a mandar una peste sobre el pueblo (2S 24), porque el rey había pecado (¡instigado por Él! [véase 2S 24,1]) o que castiga la culpa de los padres en los hijos hasta la cuarta generación (Ex 34,7; Nm 14,18)?.

Resulta doloroso y casi irritante escuchar estas cosas. Pero cualquier diccionario bíblico permite aumentar la lista. Quizás sea bueno dejar fluir la irritación orientándola en la dirección justa, como llamada a la reflexión honesta y radical sobre un problema que hay que afrontar con urgencia.

Es obvio que si se mantiene la concepción “tradicional”, no puede negarse la verdad de esas consecuencias. Vista así la Biblia, los cardenales romanos no podían, en conciencia, dejar que Galileo afirmase que la tierra se movía, cuando resulta claro que el libro de Josué dice literalmente que el sol “se detuvo” (Jos 10,13) y, por consiguiente, era el que giraba. El único camino practicable es revisar nuestra concepción de la revelación y preguntarnos qué queremos decir cuando proclamamos que un texto determinado es “palabra de Dios”.

Necesidad de coherencia radical

No es sólo la idea de Dios la que exige el cambio, sino que la vivencia de la fe lo está pidiendo y presuponiendo a cada instante. Porque la experiencia religiosa implica que Dios se nos comunica aquí y ahora a todos y a cada uno, de modos siempre nuevos.

Siempre que oramos damos por supuesto que “hablamos” con Dios y que Él nos responde. Y por eso tratamos dé determinar los movimientos de su gracia en nuestro ser. Todos deseamos saber qué nos dice Dios, qué caminos desea para nuestra realización, qué quiere que hagamos para ayudar a los demás.

No estamos acostumbrados a llamar a esto “revelación”. Pero lo es. No verlo así es fruto de una visión deformada que hace de la “palabra de Dios” algo lejano, acontecido in illo tempore. Entonces se da un dualismo en la vida humana: por un lado eso que llaman “la palabra de Dios”, y por otro la vida de oración, la experiencia de la gracia. Todo ello reforzado por la mentalidad deísta: división entre lo natural y lo sobrenatural.

El resultado es una “mala conciencia”, que dice unas cosas mientras implica otras, que vive dividida entre la teoría y la práctica: la revelación ha terminado (teoría), pero Dios está presente en nuestra vida (práctica); Dios habló sólo a unos pocos (teoría), pero cuida de todos (práctica); Dios habla sólo en la Escritura (teoría), pero se nos comunica en la oración (práctica), etc.

Se trata de un conflicto muy grave, que afecta mucho a nuestras vidas y que forma parte de ese síndrome que en tantos ha hecho incompatible fe y cultura moderna. Hegel fijó ahí la culminación de la “conciencia desgraciada”, dividida entre la fe en Dios y la afirmación de lo humano. E indicó las falsas salidas: fideísmo (“ilustración insatisfecha”), que no quiere pensar la fe en la nueva situación, y racionalismo ilustrado, que abandona la fe quedándose con el pensamiento.

Un nuevo paradigma

Lo nuevo desconcierta. La secularización y el ateísmo son los signos mayores de una crisis que lo ha afectado todo. Pero de ordinario lo nuevo trae también su pan debajo del brazo. Los cambios profundos responden a una necesidad del tiempo, y eso significa que debajo de ellos hay fuerzas que trabajan la historia, tratando de reorganizarla de una manera nueva, más acorde con el estado actual de la humanidad. Cuando esa organización afecta al conjunto, constituye un “cambio de paradigma”.

No se trata de reajustes puntuales, sino que es la totalidad la que se mueve y estructura, buscando una nueva comprensión global. Ese cambio no anula lo anterior, sino que exige comprenderlo y vivirlo de otra manera. En el caso de experiencias profundas que afectan a las raíces permanentes de lo humano, exigen retraducirse a las nuevas circunstancias. Eso es obvio tratándose de la fe.

Existe la tentación de la inercia: o negarse al cambio o defenderse de él con meras acomodaciones. Como demostró Th. S. Kuhn en lo científico, esto sucede incluso donde, por su “positividad aséptica”, cabría no esperarlo. En lo religioso resulta prácticamente inevitable. Los tradicionalismos, fideísmos y fundamentalismos son la reacción extrema y, por lo mismo, más visible y fácil de superan. Más sutil es la simple acomodación que, lampedusianamente, cambia algo para que todo permanezca.

No por malicia o estrategia, sino por instinto defensivo y por el mismo peso de la dificultad, creo que éste es hoy el gran peligro del cristianismo. Comprendida la necesidad de una renovación, se hace a medias. Se acepta la crítica bíblica, pero se hacen lecturas fundamentalistas (es el caso del Nuevo Catecismo). Se acepta la necesidad de reformar la Iglesia, pero se refuerza su juridicismo centralista (es el caso del Nuevo Código). Se acepta la existencia de un cambio radical en la concepción de la revelación, pero se siguen manteniendo los antiguos esquemas.

Conviene mirar este peligro de frente. Al caracterizarse por una historicidad radical, la fe bíblica está especialmente preparada para ello. Es ella la que ha introducido la idea de historia en la cultura, rompiendo la concepción circular del eterno retorno, como lo sabía muy bien Nietzsche. Ejemplos como el de la teología de la liberación muestran que, cuando algo así se lleva a cabo consecuentemente, se generan problemas, pero se logra lo decisivo: la presencia de una fe viva y operante en el mundo.

La revelación como categoría fundamental, en cuanto implicada en todas las demás, acaba influyendo en todas, colaborando así a la retraducción global.

Dios habla siempre y a todos

Para intentar situarse en el nuevo paradigma, lo más eficaz es partir de lo más elemental, de lo más simple y seguro que hemos sabido de Dios, gracias al proceso real de la revelación. “Dios es amor”, por amor nos ha creado y por amor vive como un “Padre” volcado sobre nuestra historia para salvarnos a todos con un amor universal, incondicional e irrestricto.

Al poner en crisis la concepción tradicional, la nueva situación cultural aporta que es posible tomar en serio esa verdad fundamental. Si Dios crea a todos por amor, resulta obvio que quiere darse a todos siempre y totalmente. Es lo que nos enseña la experiencia humana: ningún padre o madre normales escatiman el amor por sus hijos primando a unos y discriminando a los demás, ni aman a unos desde el principio esperando largo tiempo para mostrar su cariño a los otros.

Si viésemos algo así en la vida real, una de dos: o se trata de padres desnaturalizados o algo les impide mostrar y ejercer su amor. En el caso de Dios, la primera hipótesis queda descartada. Sobre la segunda, algo hace imposible que Dios pueda revelarse plenamente a todos y siempre. Lo que a muchos les impide aceptarlo es que les parece que, de ese modo, negarían la grandeza y omnipotencia divinas. Pero puede suceder -y es lo que sucede- que una revelación universal y ubicua desde el comienzo de la humanidad resulte imposible por parte del hombre. A priori sería extraño lo contrario: Dios es muy grande, es trascendencia absoluta, nosotros somos muy pequeños y mundanidad relativa. Si aun la comunicación entre iguales es muy difícil y expuesta a equívocos, ¿cómo no va a serlo entre Dios y los hombres? Lo asombroso no es que la revelación sea tan difícil, sino que sea posible.

A nadie se le ocurre pensar que Dios deje de ser omnipotente porque “no pueda” hacer un círculo cuadrado: es que un círculo cuadrado es imposible y, por tanto, la suposición carece de sentido.

Por muy inteligente que sea una madre y por mucho que quiera a su hijo de un año, ¿podrá enseñarle el teorema de Pitágoras? Y, si “no puede”, ¿implica esto que ella no sabe o que es tonta? Así, ¿tiene sentido decir que Dios no es omnipotente porque “no puede” revelársela a un embrión de seis meses ni a un niño de once semanas?, ¿,tiene sentido preguntar por qué Dios no revela los más altos misterios de su trascendencia a una horda primitiva del paleolítico inferior, acosada por el hambre, los animales y la intemperie? Es imposible que estos hombres puedan entender -o simplemente interesarse- por determinadas verdades.

No estamos ante un Dios tacaño o caprichoso, que, porque quiere, restringe su revelación a un solo pueblo y, encima, empieza tarde (por la paleontología sabemos que tardísimo: no seis mil años, sino más de un millón) y lo hace a cuentagotas y diciendo oscuro lo que podría decir claro. Sucede todo lo contrario: Dios, con todo su amor por toda la humanidad, lucha con nuestra ignorancia y pequeñez, con nuestros malentendidos, para ir abriéndonos su corazón, para manifestarnos la profundidad de nuestro ser y la esperanza de nuestro destino.

Desde esta nueva perspectiva, la Biblia cobra una luz nueva. Es la lucha amorosa de Dios por hacer comprender su designio salvador, de acuerdo con las distintas circunstancias y valiéndose de todos los medios. Aunque a veces se diga en la letra de la Biblia, nunca es Él el que se niega, sino los hombres, que aún no saben o no pueden o no quieren oír y dejarse guiar.

También se aprende a ver que, “mientras tanto”, Dios no había abandonado a los demás pueblos, sino que desde el comienzo de la humanidad está con todos manifestándoseles en cuanto es posible, es decir, en cuanto las circunstancias y las posibilidades culturales lo permiten. Las religiones representan el resultado de esa presencia. Por eso, según la fenomenología de la religión, todas se consideran reveladas. Y lo son, como por fin ha reconocido el Vaticano II.

En este preciso sentido, hemos de decir que todas las religiones son verdaderas, aunque de manera provisional y limitada, a través a menudo de deformaciones o perversiones. Pero esto sucede en todas, también en la bíblica, que ni siquiera después de su culminación en Cristo se libra de abusos, deformaciones e inquisiciones. Que unas avancen más que otras no depende de un “favoritismo” divino, sino de la necesidad de la historia finita.

Dios, padre con sus hijos, piensa en todos y se entrega totalmente a todos. La desigualdad viene de la acogida humana. Su amor busca la igualdad y cualquier avance es, en definitiva, una ventaja para los demás. Por esencia, toda revelación, en el mismo momento de ser captada por alguien, pertenece por derecho a la humanidad.

Por esto, cuando culmina en Cristo, la revelación se hace universal. De ahí la enorme importancia del diálogo entre las religiones.

Resumiendo: Dios, como amor infinito y siempre activo, se entrega y trata de manifestarse a todos desde el comienzo y en la máxima medida posible; las restricciones vienen sólo de la limitación humana, que o no puede o se resiste a su revelación.

Por eso hay que recelar de expresiones como el “silencio de Dios”. Eso puede parecemos a nosotros en algún momento, pero objetivamente hieren el amor de un Dios que sólo desea manifestársenos. Dios no nos abandona, aunque las circunstancias parezcan decir lo contrario.

Soy consciente de que mi propuesta puede sonar a optimismo leibniziano y puede parecer como si dictase a Dios su conducta. Hay optimismo, cierto; pero sólo respecto a Dios. No hay soberbia, sino profunda humildad. No le dictamos a Dios su conducta, sino que reconocemos su amor y nos esforzamos por creer en Él. De quien no nos fiamos es de nosotros. Basta abrir los ojos para ver que el hombre puede fallar y falla, sometido como está al lento progreso de la historia, en lucha con la ignorancia y el instinto. Un pesimismo exacerbado también sería falso, porque la limitación se ve siempre en relación con el amor de Dios. Esa relación es la esencia misma de la revelación y de su historia.

Andrés Torre Queiruga

“Selecciones de Teología” 134 (1995) 102-108 Extractó: Teodoro de Balle