Está justificada la masiva indignación popular que protesta contra la decisión del tribunal de Navarra, que ha puesto en libertad a los cinco hombres que, en los Sanfermines de 2016, fueron acusados de agredir sexualmente a una joven de 18 años en el portal de una casa.

    Yo no soy jurista, ni por tanto entendido en leyes y tribunales. Por eso, cuando digo que está justificada la indignación popular ante la puesta en libertad de los cinco agresores de la joven, no me refiero a la dimensión o gravedad legal del caso. Eso es asunto de los especialistas en Derecho. Una cualificación y unos conocimientos que yo no tengo.

    Pero ocurre que, en este caso, el problema que se ha planteado no es solamente jurídico. Además de eso, estamos también ante un problema ético. Y en esto, por un sentido elemental de humanidad y por mi dedicación de tantos años al estudio y enseñanza de la teología cristiana, no me puedo callar.

    Por eso me siento en la obligación de recordar que, en los documentos más importantes para los cristianos, en los evangelios, una de las cosas que más llaman la atención es el comportamiento de Jesús con las mujeres. Ellas son el único grupo humano con el que Jesús jamás tuvo conflicto alguno. De sobra sabemos que Jesús fue un personaje conflictivo. Jesús se enfrentó a personas y personajes de todos los niveles, creencias y mentalidades. Jamás tuvo enfrentamiento alguno con cualquier mujer. Todo lo contrario. Siempre las defendió a todas. Incluso en los casos de mujeres que no parecían precisamente ejemplares: una prostituta, una adúltera, la samaritana infiel a cinco maridos, la Magdalena de la que había expulsado siete demonios, María, la hermana de Marta, que se gastó un dineral en el perfume más caro, para ungir los pies de Jesús. Es más, Jesús anuló la ley del Deuteronomio (24, 1), que privilegiaba al marido con el derecho de separarse de la mujer “por cualquier causa” (según algunos “maestros de la Ley”).

    No tengo que insistir más en esto. Lo que digo y destaco es que no entiendo el silencio escandaloso de no pocos profesionales de la ética y la moralidad, que, si sale a relucir el escabroso tema de la homosexualidad, ponen el grito en el cielo. Mientras que, por el contrario, si se plantea un caso como el de esta chica, agredida por cinco hombres, se callan como muertos. ¿En qué quedamos? Desde los antiguos chamanes, que inspiraron el puritanismo de los estoicos griegos, se ha repetido incansablemente que “la pureza, más bien que la justicia, se ha convertido en el medio cardinal de la salvación” (E. R. Dodds).

    Vamos a equilibrar nuestras ideas y nuestras convicciones. En las “Bacantes” de Eurípides, el coro entona un himno a Dioniso en el que evoca el mayor don que este dios ha concedido a los humanos: la “felicidad suprema de la bacanal”, que conduce a “poner sus almas en común” (María Daraki). A unirnos, sí. A abusar cinco hombres de una sola chica desamparada y sola…, ¡por lo que más quieran! ¿no se les cae la cara de vergüenza? A los que lo hicieron entonces. Y a los que ahora se callan. Digo lo que siento: el silencio de los “prudentes cobardes” me escandaliza y me apesta.