Hablo del Infierno porque lo que estamos viviendo se parece a eso, a un infierno. Pero, es claro, cuando se habla de este asunto, lo primero que a mucha gente se le ocurre es la pregunta que siempre asusta y preocupa: ¿existe el infierno?

La respuesta – para empezar – es rápida y firme. Si la palabra “infierno” se refiere a la condenación eterna, al fuego eterno y a toda esa jerga que, durante siglos, han usado machaconamente los curas en sus sermones para asustar y someter a la gente, entonces lo digo con toda seguridad: No existe en infierno. No puede existir. Porque si existe el infierno, tal como lo explican los predicadores de la represión, entonces el que no existe es Dios. El Dios del infierno no puede ser verdad.

Y lo explico. El infierno, entendido como explican los clérigos, es un castigo. Un castigo eterno, que por tanto no tendrá nunca fin. Lo cual quiere decir que el infierno eterno sólo tendrá una finalidad: hacer sufrir. Pero, si Dios es Bueno y es Bondad, ¿puede hacer ese Dios una atrocidad tan espantosa y repugnante? Un castigo (todo castigo), se justifica “como medio”, para conseguir algo que es bueno (educar, evitar males mayores, humanizarnos…). Un castigo que no es, ni puede ser, sino un “fin en sí”, eso no puede provenir nada más que de la maldad. Si existiera el infierno, el que no puede existir, ni ser verdad, sería Dios. El Dios-Bondad sería, en realidad, el Ser más cruel y vengativo que se haya podido inventar.

Por otra parte, la Iglesia no ha definido nunca, como dogma de fe, la existencia del infierno. Lo que la Iglesia ha enseñado es que, si alguien muere en pecado mortal, ése se condena. Pero lo que la Iglesia nunca ha definido es que alguien haya muerto en pecado mortal. Ni la Iglesia puede definir semejante cosa. Porque todo lo que trasciende este mundo (por ejemplo, a partir de la muerte), eso ya no está al alcance de todo lo que es inmanente, incluida la misma Iglesia.

Esto supuesto, el Evangelio dice: “Si tu mano te hace caer, córtatela… Si tu pie te hace caer, córtatelo… Y si tu ojo te hace caer, sácatelo…” (Mc 9, 40-49). ¿Qué quiere decir aquí Jesús? La respuesta es clara. La integridad ética es tan central e importante en la vida, que se tiene que anteponer a la integridad corporal. Lo que es la ponderación más fuerte, que se puede hacer, de la honradez y la honestidad.

Estamos en tiempos, en los que abunda tanto la degradación y la corrupción, que tenemos que ser más tajantes que nunca en este problema capital. Hay que estar dispuestos, a perder no sólo ganancias, posesiones y caprichos, sino incluso a quedarnos mancos o tuertos, incluso a que nos arranquen la piel (si es necesario), con tal de no incurrir en la mentira, el engaño o la “doble vida”, para ganar dinero, ser importantes o alcanzar puestos de poder y mando.

Es una vergüenza lo que estamos viendo y viviendo. ¿Cómo es posible que la riqueza global de nuestro país aumente cada año y, al mismo tiempo, cada año haya más gente desesperada porque no puede llegar a fin de mes? ¿Dónde se mete y se acumula tanta riqueza a costa de tanta gente pasando necesidades extremas?

Y confieso que lo que más me indigna, en este vergonzoso asunto, es que sean los grupos sociales más religiosos, los partidos políticos más católicos, los amigos de los obispos y hasta los mismos obispos, quienes utilizando unos sus paraísos fiscales, otros manejando hábilmente sus silencios, y otros con los brazos cruzados porque no quieren meterse en líos, entre todos, hemos hecho un mundo insoportable. ¿Qué tenemos que hacer (unos por lo que hacemos, otros por nuestra pasividad) para que se nos caiga la cara de vergüenza? Por lo menos – digo yo – “tener vergüenza”.