“El Papa Francisco nos recuerda que el cristianismo se juega en el amor”

El mundo como creación

Esta actitud pastoral misericordiosa del Papa proviene estrictamente de la convicción cristiana de que el mundo es creación de Dios y que Dios lo ha creado por amor. El mundo procede de una decisión divina, no del caos o de la casualidad; el universo no es el resultado de algún acto omnipotente, de una demostración de fuerza o de una autoafirmación. Dios ha creado el mundo por su Palabra y lo ha hecho por amor. Dios ama su mundo. El mundo pertenece a Dios, no puede considerársele un “bien sin dueño” (LS 89). Más precisamente, “el mundo fue creado por las tres Personas como un único principio divino, pero cada una de ellas realiza esta obra común según su propiedad personal” (LS 237).

De aquí que el mundo lleva la impronta de la Trinidad. Si lo que constituye a las personas divinas son las relaciones intratrinitarias, así mismo entre las criaturas prima una trama de relaciones: “las criaturas tienden hacia Dios, y a su vez es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, de tal modo que en el seno del universo podemos encontrar un sinnúmero de constantes relaciones que se entrelazan secretamente” (LS 240). Las personas, por esto, más crecen en la medida que se relacionan con Dios, con las demás criaturas y entre sí mismas. “Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad” (LS 240). Todos los seres creados compartimos a un mismo Padre, por lo cual “todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde” (LS 89).

Toda la creación lleva la impronta de la Trinidad también en la dirección que el resucitado le ha dado tras su resurrección de entre los muertos. El mundo no existe en su mera condición natural. Cristo le es inherente de un modo invisible pero real, dándole su orientación definitiva:

Una Persona de la Trinidad se insertó en el cosmos creado, corriendo su suerte con él hasta la cruz. Desde el inicio del mundo, pero de modo peculiar a partir de la encarnación, el misterio de Cristo opera de manera oculta en el conjunto de la realidad natural, sin por ello afectar su autonomía (LS 99).

Esto vale en cuanto a la liberación del pecado que arruina el mundo, como del éxito que le corresponde en cuanto nueva creación. Cristo está presente y reina en el mundo:

Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la semilla pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (Mt 13, 31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (Mt 13, 33), y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (Mt 13, 24-30), y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha por florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha resucitado en vano (EG 278).

Esta presencia y acción de Cristo en el mundo hacen de este un “sacramento de comunión” (LS 9). Cada una de las criaturas, incluso las más pequeñas e insignificantes, hacen posible un encuentro con Dios. El mundo, y su transformación por el ser humano, tiene una condición sacramental, por tanto, no puede ser considerado como una realidad meramente profana. Por esta vía el Papa despeja el camino a una secularidad que, en línea con la Encarnación, debiera hacer real el cristianismo, de modo anónimo al menos, como camino de una mayor humanización y de realización escatológica de las demás criaturas. La administración de los sacramentos de la Iglesia, por esto, ya que garantizan la acción de Dios en favor de los cristianos no debiera sacar a las personas del mundo. Ellos, gracias a la asunción de la materialidad, favorecen el encuentro con Dios. Esto es particularmente claro en el caso de la Eucaristía:

En la Eucaristía lo creado encuentra su mayor elevación. La gracia, que tiende a manifestarse de modo sensible, logra una expresión asombrosa cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura. El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él. En la Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable. Unido al Hijo encarnado, presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios. En efecto, la Eucaristía es de por sí un acto de amor cósmico (LS 236).

La Eucaristía y los demás sacramentos no tienen, en línea de máxima, una capacidad de hacer presente a Dios que no tenga el mundo en cuanto tal. Ya que el mundo es creación de Dios, puesto que en él obra Cristo llevándolo a convertirse en una nueva creación, debe considerárselo objeto de contemplación y tratárselo con cuidado. Sin esta actitud los seres humanos harán de él lo que les parezca. El dominador, el consumidor y cualquier explotador se aprovechan del mundo porque son incapaces de maravillarse de él (LS 11). Francisco llama a cultivar una actitud contemplativa atenta a los acontecimientos de la historia, pues a veces de un modo imperceptible, como en el caso de María, puede captarse en ellos lo más importante (EG 288).

Sin embargo, el Papa advierte en contra de algunas sacralizaciones o divinizaciones indebidas de las realidades creadas. Es posible sacralizar la propia cultura, dando así paso al fanatismo religioso (EG 117). Al olvidar que Dios es el creador y que las criaturas no son propiamente divinas, se puede terminar adorando los poderes mundanos, idolatría que conduce directamente a aprovecharse desconsideradamente del mundo. El Papa llama la atención sobre el peor de los ídolos de la época y sobre sus víctimas:

En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del “derrame”, que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando (EG 54).

Afirma más adelante:

El afán de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta (EG 58).

Ante este sistema económico, debe recordarse que Dios es el único dueño del mundo. Si esto no está claro, la humanidad tenderá a imponer en la realidad sus propias leyes e intereses (LS 75). Francisco recuerda que el judeo-cristianismo desmitificó la naturaleza, no para hacer con ella cualquier cosa, sino para hacerse responsable de ella. Hoy debiéramos terminar con “el mito moderno del progreso material sin límites” (LS 78). La persona humana debe imponer límites a su poder sobre la naturaleza. Debe asimismo orientarla y cuidarla.

En todo caso debe tenerse en cuenta que Dios y el hombre han de cooperar en el gobierno del mundo, y que Dios es capaz de sacar bienes de donde solo parece haber males. Muchas deficiencias y sufrimientos del mundo actual pueden consistir en los “dolores de parto” que exigen colaborar en la acción de Dios Padre por llevar adelante a su creación. Esta acción, sin embargo, no se realiza en perjuicio de la libertad humana. Dios respeta la autonomía de las realidades terrenos. Él no interviene en el mundo de un modo directo. Al abstenerse de intervenir en los acontecimientos del mundo, confía en la acción de la humanidad por superarse a sí misma.

El mundo como lugar de experiencias auténticas e inauténticas de Dios

Hemos visto que Francisco subraya la importancia de la contemplación de Dios en la creación, lo cual no autoriza a idolatrar ninguna creatura. El Papa, además, nos precave contra la idolatría que se esconde en la religiosidad y la vida espiritual.

En un mundo individualista como en el que estamos, la vida espiritual de las personas espontáneamente rehúye las mediaciones sociales e institucionales y tiende a expresarse en mediaciones individualistas. Las consecuencias del individualismo espiritual son, en definitiva, deshumanizantes. Son engañosas, porque parecen responder a necesidades muy nobles. Pero alienan a sus devotos, cuando no a sus clientes, y terminan por aislarlos y hacerles olvidar al prójimo y la edificación de un mundo mejor. Por esta vía no se alaba a Dios. El Papa, que repetidas veces advierte de este peligro, afirma:

El aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede expresarse en una falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios (EG 89).

Hoy son de celebrar todos los intentos que se dan en la Iglesia por renovar la vida espiritual: los grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía, etc. La Iglesia, según el Papa, “necesita imperiosamente el pulmón de la oración” (EG 262).

Por cierto, muchos fieles no encuentran en su Iglesia y comunidades más que respuestas administrativas o meras sacramentalizaciones muy insuficientes a sus búsquedas de Dios. Pero, dada la privatización cultural de la vida todas aquellas buenas prácticas religiosas “pueden llevar a los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad” (EG 162). En los mismos agentes evangelizadores puede advertirse “una acentuación del individualismo, una crisis de identidad y una caída del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí” (EG 78). En el cristianismo no hay espacio para la “fugas individualistas”; tampoco para “formas de ‘espiritualidad del bienestar’ sin comunidad”, para “una ‘teología de la prosperidad’ sin compromisos fraternos o …experiencias subjetivas sin rostros, que se reducen a una búsqueda interior inmanentista” (EG 90).

El Papa Francisco nos recuerda que el cristianismo se juega en el amor. Hemos de desconfiar de cualquier mística o propuesta de espiritualidad que no pase por la criba del amor. El cristianismo apuesta que a Dios se le encuentra toda vez que se ama al prójimo y al mundo, y este amor se comprueba en la búsqueda de justicia y de un bien común socio-político. La espiritualidad cristiana auténtica es cuestión de amor:

Una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista- siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Si bien “el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política”, la Iglesia «no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Todos los cristianos, también los Pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor (EG 183).

Esto es hoy especialmente relevante. Ante la crisis socio-ambiental, se requieren pequeños gestos de amor entre las personas, pero también acciones civiles y sociales. Urge “construir un mundo mejor” (LS 231). El amor por este mundo requiere buscar las mediaciones políticas, económicas y culturales de un auténtico desarrollo. Este amor social debiera hacer pensar en las “grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad. Cuando alguien reconoce el llamado de Dios a intervenir junto con los demás en estas dinámicas sociales, debe recordar que eso es parte de su espiritualidad, que es ejercicio de la caridad y que de ese modo madura y se santifica” (LS 231).

Nada de esto debe darse por supuesto. El mundo está en peligro. Se requiere una conversión. Esta conversión, a su vez, debiera expresarse en una fraternidad universal con el prójimo y el planeta. Nuestro cristianismo será siempre algo incompleto. En él, sin embargo, nunca debe faltar “la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (EG 195). El Papa propone a Francisco de Asís como el modelo de la espiritualidad fraternal con los pobres y con el cosmos que nuestra época necesita.

Conclusión: Apelación apocalíptica por la salvación del mundo

No hay duda que al Papa le interesa la evangelización de los pobres y la salvación de la Tierra. Desde los tiempos de la crisis nuclear la humanidad no había enfrentado un peligro tan grande (LS 3). La preocupación de Francisco es socio-ambiental. Ha realizado acciones y ha proclamado por todas partes palabras en favor de una opción por los pobres. Su exclamación: “quiero una Iglesia pobre y para los pobres”, despejó todas las dudas sobre la orientación que adquiría su pontificado. Los pobres son las primeras víctimas de la actual catástrofe ambiental. Pero ahora la víctima es toda la humanidad y la vida misma de un planeta que está al borde de la muerte. Dice así:

Parecen advertirse síntomas de un punto de quiebre,
a causa de la gran velocidad de los cambios y de la degradación, que se manifiestan tanto en catástrofes naturales regionales como en crisis sociales o incluso financieras, dado que los problemas del mundo no pueden analizarse ni explicarse de forma aislada. Hay regiones que ya están especialmente en riesgo y, más allá de cualquier predicción catastrófica, lo cierto es que el actual sistema mundial es insostenible desde diversos puntos de vista, porque hemos dejado de pensar en los fines de la acción humana (LS 61).

Afirma el Papa más adelante:

Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad. El ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por ser insostenible, sólo puede terminar en catástrofes, como de hecho ya está ocurriendo periódicamente en diversas regiones. La atenuación de los efectos del actual desequilibrio depende de lo que hagamos ahora mismo, sobre todo si pensamos en la responsabilidad que nos atribuirán los que deberán soportar las peores consecuencias (LS 161).

La situación es apocalíptica. Al Papa no le gusta la idea corriente de una predicación apocalíptica que solo sirve para atemorizar. Pero, de hecho, su planteamiento es apocalíptico en el sentido bíblico del término: “El Apocalipsis se refiere a ‘una Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo’ (Ap 14,6)” (EG 22). Su discurso es una apelación dramática sobre un eventual acabo mundi, pero una apelación que, por estar preñada de esperanza, debiera provocar una respuesta activa ahora, justo cuando todavía es tiempo de hacer algo por la Tierra. El peligro es fatal. Nadie puede restarse y dejar que los acontecimientos sigan su curso.

Francisco, al plantear acciones concretas que puedan contrarrestar la injusticia y el caos ecológico, convoca a todas las fuerzas sociales, culturales y religiosas que pueden hacer algo. Las llama al diálogo (cf. índice del Capítulo V de LS). Antes que nada, se requiere “tomar dolorosa conciencia, atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar” (LS 19). El problema es tan grande que atañe a todos y solo puede ser resuelto por todos. Cada cual debe hacer su aporte. El desafío es personal y político.