La petición de un prólogo me brinda la ocasión de saborear de nuevo el Cantar de los cantares, modismo superlativo para decir “el canto más bello” o “el mejor cantar”. Pido disculpas por hablar de cosas tan sublimes mientras en el mundo aumentan los dramas y los grandes medios nos siguen ocultando tantos graves desórdenes con la excusa de Cataluña.

Es un librito maravilloso de apenas 10 páginas, sin firma de autor ni fecha de composición. Es de todos los tiempos y todos a nuestra manera somos su autor. Un librito sorprendente desde sus primeras palabras: “¡Que me bese con besos de su boca! Son mejores que el vino tus amores”. Este preludio se desarrolla a lo largo de todo el poemario, delicado y atrevido, erótico y natural a la vez, que habla sin pudor ni morbo de pechos y de sexo, de cuerpos que se funden, de “licor de granadas”.

Es sorprendente que forme parte de la Biblia judeo-cristiana este librito donde no encontramos ninguna referencia “religiosa”, y donde la palabra Dios brilla por su ausencia y solo una vez se emplea el adjetivo divino en una expresión metafórica referida a la pasión sexual: “llamarada divina”. Pero el Dios Ausente brilla en el libro más que ninguna llama, más que la misma Zarza ardiente del Horeb.

No todos supieron ni aciertan todavía a verlo de este modo. Llaman Dios a lo que no es mundo, o llaman amor a lo que no es eros. Cuando estas dicotomías empezaron a imponerse, ya en la Antigüedad, hubo maestros judíos que juzgaban el poemario como demasiado carnal y profano, indigno de formar parte de un libro divino o revelado, pero se impuso la sabiduría espiritual: un concilio de rabinos, a finales del siglo I, dictaminó que el Cantar más bello formaba parte de su libro más sagrado.

A pesar de ello, tanto entre los teólogos judíos como entre los cristianos, durante muchos siglos, casi siempre se hizo una lectura dualista, marcada por una espiritualidad desencarnada. Se enseñó que no era un libro revelado por ser un canto al amor humano, sino por ser alegoría del amor divino: el amor entre las divinidades Baal y Astarté, o entre Dios e Israel, o entre Cristo y la Iglesia, o entre Dios y el alma. Como si cupiera un amor humano que no sea divino, o un amor divino sin cuerpo.

Hoy no caben tales dicotomías. Dios es el Fondo o el Misterio Fontal de todo lo que es, la entraña o el Misterio entrañable de toda vivencia humana. Dios y el amor humano, con su erotismo necesario, no son dos. Tampoco son uno, pues nuestro amor no es todavía sino un germen del Amor. Dios es el Amor primero sin segundo, en el que brota y florece y fructifica el pequeño amor de cada día, tan incipiente y limitado, y a pesar de ello sacramento y profecía del horizonte del Amor que nos atrae al Infinito.

Quien ama, vive. Quien vive, es en Dios, Vida que alienta en cuanto es, que mueve, une y transforma todo, desde los átomos a las galaxias, el universo entero, los diversos universos si los hay. El amor es la plenitud que vibra en todo o que emerge de todo: la partícula desconocida y el átomo, la neurona y la hormona, el gen y la cultura. El cosmos entero está como atravesado por un Eros universal irresistible.

También en el Cantar, el amor es todo el cosmos, la naturaleza entera con todas sus plantas y animales, aromas y sabores, la humanidad entera con sus relaciones, instituciones, lugares, orientaciones de género e identidades sexuales. El amor, siendo tan frágil e inacabado, lo es todo. Y a quien ama y se siente amado nada le falta.

¿Nada le falta? Cuenta Viktor Frankl que una mañana de invierno, en un campo de concentración nazi, marchando a trompicones a su trabajo forzado, se le volvió más real que nunca la presencia de su mujer, deportada a otro campo, de la que ni siquiera sabía si vivía. Y comprendió mejor que nunca el Cantar de los cantares. Comprendió que “la salvación del ser humano está en el amor y a través del amor”. Supo y sintió que el ser humano, desposeído de todo, puede ser plenamente feliz. Le basta amar, porque “el amor –como dice el Cantar– es más fuerte que la muerte”.

“Llévame contigo”, “grábame como un sello en tu brazo”. Que el Amor tome cuerpo, se haga carne en nosotros.

José Arregi