El jesuita Francisco SuárezZº nació en Granada el 5 de enero de 1548. Y murió en Lisboa el 25 de septiembre de 1617. Estamos, por tanto,
celebrando el cuarto centenario de este granadino eminente. Profesor de Filosofía, Teología y Derecho, en las universidades de Segovia,
Valladolid, Roma, Alcalá de Henares, Salamanca y finalmente en Coimbra a donde fue destinado por deseo expreso de Felipe II.
Para hacerse una idea de quién fue este hombre eminente, baste saber que, después de cuatrocientos años, aún no ha sido posible hacer una edición completa y crítica de sus escritos. La edición ‘Vives’, de sus (mal llamadas) obras completas, consta de 29 grandes volúmenes de cerca de mil páginas cada uno.

A lo que hay que añadir la cantidad de manuscritos suyos, que se encuentran dispersos por los archivos y bibliotecas de diversas
universidades de Europa. La obra cumbre de Suárez, en Filosofía, fue las ‘Disputaciones Metafísicas’, base de su pensamiento teológico. Una obra, además, en la que mantuvo posiciones alternativas al tomismo. En los años que enseñó en Salamanca, publicó su firme posición en las controversias de ‘auxiliis’, en las que tomó una decisión firme frente a quienes defendían una presunta «predestinación divina» de nuestro destino eterno. Una predestinación que vendría a ser absoluta e incondicionada. Esta doctrina de Suárez fue denunciada a
Roma por Domingo Báñez, lo que tuvo como consecuencia la condena de Suárez por el papa Clemente VIII, que se mantuvo firme en su
postura contra Suárez, incluso después de la visita personal que éste hizo al papa en Roma. Fue más tarde, en el pontificado de Pablo V, cuando Suárez publicó su tratado ‘De immunitate ecclesiastica’, entonces el papa lo calificó como «teólogo eximio y piadoso» (año
1607). En su tratado ‘De poenitentia’, Suárez admitió la validez y licitud de la confesión epistolar a un confesor ausente, que, estando presente, daría la absolución.

En cuanto a la Espiritualidad, el Derecho y la Ética, a petición del P. Aquaviva, Superior General de los jesuitas, Suárez escribió su tratado magistral ‘De virtute et statu Religionis’, en el que ofrece la explicación más profunda que se ha dado de la razón de ser y de la eficacia de los ‘Ejercicios Espirituales de San Ignacio’. Finalmente es de destacar su tratado ‘De Legibus’, que le ha dado a Suárez una reputación universal como jurista, uno de los creadores, junto a Francisco de Vitoria, del Derecho Internacional.

Suárez, por lo demás, fue un pensador e investigador fiel a la Iglesia, pero igualmente un hombre libre, que no dudó en discutir
y disentir en cuestiones discutidas y discutibles en Teología.
Es el caso de su participación en la disputa sobre la posibilidad del «papa hereje». Como defendió la doctrina del historiador (también
jesuita), el P. Mariana, que justificaba no sólo el derecho del pueblo a deponer al gobernante injusto, sino incluso a llegar hasta el tiranicidio.

De todas maneras, con sus luces y sus sombras, Francisco Suárez está considerado y ha sido aceptado como uno de los más dotados e
influyentes teólogos jesuitas de la «temprana modernidad». Es más, el influjo de Suárez fue importante no sólo en el pensamiento teológico y jurídico católico, sino también en el ámbito protestante.

De hecho, en su docencia dejó claro que hombres como Descartes o Grotius no fueron en absoluto revolucionarios, sino más bien conservadores (Johann P. Sommerville: en Theologische Realencyklopädie, 32, 292).
Y todavía, algo muy importante.
Además de su monumental producción intelectual, Suárez nos dejó el ejemplo de su vida. Nacido en una familia distinguida. Y terminados sus estudios de derecho en Salamanca, solicitó ingresar en la Compañía de Jesús, pero fue rechazado. Su insistencia para ser admitido en el noviciado, hizo que el P. Provincial lo aceptó como «indiferente», para ser sacerdote o hermano lego, porque se le consideraba
como «mediocre». De ahí,sus dificultades al comenzar los estudios de filosofía, hasta el extremo de que él mismo solicitó pasar
a ser hermano coadjutor. No obstante, se le pidió que continuase sus estudios. Hasta que, inesperadamente, se produjo en él un
cambio repentino, «manifestando el talento excepcional que mostró el resto de su vida» (E. Elorduy).

Cuando Suárez ingresó en el noviciado de los jesuitas, había dos tendencias en la Orden: una más intelectual y otra más afectiva
(I. Iparraguirre), en la que se distinguían los jesuitas Cordeses y Baltasar Álvarez. La «oración afectiva » de estos jesuitas fue vista con recelo por la Inquisición, que sospechaba posibles conexiones con los «iluminados». Sin embargo, y no obstante estos posibles
peligros, lo que más destacó Suárez, en su comentario a los ‘Ejercicios Espirituales de San Ignacio’, no fue la conversión de las «ideas» o de la «voluntad», sino la reorientación de la «afectividad». Para Suárez, la vida de cada ser humano tiene su eje y su clave determinante en su «vida afectiva».

Suárez piensa que el «afecto» es «pasión ». Pero hay algo más en el afecto, que no se da en el acto de querer como tal. Ese «algo más»
consiste en la pasividad característica del que se siente atraído por la fuerza que define al amor. El gran error de la espiritualidad ha estado en poner todo el problema de la vida en la voluntad. No está en eso. Está en la afectividad, la fuerza que nos atrae y seduce, nos complace y da sentido a nuestras vidas.

FRANCISCO SUÁREZ: CUARTO CENTENARIO

Con sus luces y sus sombras, está considerado uno de los más dotados e influyentes teólogos jesuitas de la «temprana modernidad»
El gran error de la espiritualidad ha estado en poner todo el problema de la vida en la voluntad Francisco Suárez