En vísperas del día de San Pedro, y tal como están las cosas en la Iglesia en este momento, vendrá bien recordar que, siendo fieles a la tradición mantenida durante veinte siglos, esta Iglesia nuestra ha sido fiel a la convicción de que Papa no hay más que uno.

    Y digo que vendrá bien recordar este hecho, en este momento porque, como sabe todo el mundo, ahora mismo hay quienes dicen que no hay un Papa, sino dos Papas. Uno, Benedicto XVI, que ha sido el Papa anterior. Y otro, Francisco, que es el Papa que está ahora ejerciendo el cargo.

    Por supuesto, el hecho de que el Papa anterior se haya quedado a vivir en el Vaticano no tendría que ser problema alguno. Ni habría por qué estarlo recordando o explicándolo en todos y cada uno de sus posibles matices y preguntas, que cualquiera pueda hacer. Es perfectamente comprensible que Joseph Ratzinger, si entre sus años de Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el tiempo en que ha ocupado el Sumo Pontificado, ha estado en Roma varias décadas, las más importantes de su vida, ahora quiera acabar sus días en la Ciudad Eterna. Esto lo entiende cualquiera.

    Lo que pasa es que, al estar todo esto tan inevitablemente relacionado con el ejercicio del papado actual y de quien lo ejerce, al Papa Francisco, resulta prácticamente imposible evitar que surjan problemas y situaciones más o menos delicadas, algunas de ellas incluso conflictivas. Baste pensar que Ratzinger y Bergoglio son dos hombres muy distintos. Y que, en consecuencia, ejercen el papado de formas también muy diversas. Con lo cual la gente está viendo en la Iglesia cambios que, a algunos, les parecen importantes, a otros se les antoja que el nuevo Papa es cobarde y se queda corto en sus decisiones. De lo que resulta – sobre todo en los ambientes eclesiásticos – un estado de confusión o desconcierto. Con el consiguiente malestar, para unos, inseguridad para otros. Y desde luego – todo hay que decirlo – una cierta ilusión y esperanza en amplios sectores y ambientes populares y sencillos de la sociedad.

    Pues bien, estando así las cosas, donde más se complica todo es en los cargos y personas que más directamente dependen del Papa y del papado: cardenales, obispos y clérigos en general o grupos muy allegados a esos cargos. Aquí está – creo yo – lo más delicado y lo más problemático. Porque eso es lo que nos dice la experiencia de lo que ha ocurrido en la Iglesia en tiempos pasados. Sin sacar las cosas de quicio, a uno se le viene a la memoria lo que ocurrió en el “gran cisma” (de 1378 a 1417), cuando la Iglesia se encontró, de pronto, no con dos Papas, sino con tres. Esto ocurrió cuando sabemos que había cardenales y teólogos, que defendían la posibilidad de un “Papa hereje”, basándose en el principio según el cual “al papa había que obedecerlo, a no ser que se apartase de la fe” (“a nemine iudicandus nisi deprehendatur a fide devius”) (cardenal Colonna, Occam , los defensores del “conciliarismo”, etc.

    Yo no sé, ni lo puedo saber (ni me interesa), si los cardenales, que ahora se enfrentan al Papa Francisco, están condicionados por ideas de este tipo. Lo que se sabe es que estos cardenales (y quien les aconseje) argumentan su oposición al Papa actual, por causa (sobre todo) de que Bergoglio esté diciendo que pueden comulgar los divorciados, vueltos a casar.

    Ahora bien, si lo que realmente se quiere, es buscar la verdad – y no ponerle palos en las ruedas a Francisco – lo primero que se debería saber es que la praxis de la Iglesia, en el tema de la comunión a los divorciados, no fue (durante el primer milenio, o sea “mil años”, por lo menos) como dicen ahora esos cuatro cardenales. Por ejemplo, el Papa Gregorio II (en 726) le escribió al obispo san Bonifacio una carta en la que le permitía el divorcio y nuevas nupcias de un matrimonio que, por motivos de salud, no podían seguir viviendo juntos (PL 89, 525). Lo mismo que el Papa Inocencio I se lo había permitido a Probo (PL 20, 602-603). Pero, sobre todo, en ninguna parte consta que el Papa no pueda tomar la decisión de que los divorciados, vueltos a casar, no puedan comulgar. Eso no es un “dogma de Fe”. Ni consta en ningún sitio que lo sea, si nos atenemos a las verdades que hay que creer “con Fe divina y católica” (Denz. H. 3011). Por tanto, el Papa puede tomar la decisión que él considere más conveniente.

    ¿Se complica todo esto con la presencia de Ratzinger en el mismo Vaticano? Se sabe que hay cardenales que van a visitarle. Y hasta hay quienes dicen que ahora mismo en la Iglesia hay dos papas. Como se sabe también que ahora mismo hay miles y de clérigos que se identifican más con Ratzinger que con Bergoglio. Por todo esto, a mí me parce que, por el bien de la Iglesia, por su unidad y su armonía, tanto el Papa actual como el anterior tendrían que preguntarse muy en serio: ¿No sería lo mejor que Joseph Ratzinger renuncie, de una vez y con todas sus consecuencias, no sólo a “ser” el Papa, sino también a “parecerlo”?

    Y es que, si la situación se piensa despacio, a cualquiera se le ocurre la pregunta inevitable: ¿Qué hace en el Vaticano un anciano que fue Papa, pero que ya no lo es? ¿A qué viene seguir vistiéndose de Papa, si ya no es Papa? ¿Permite que le sigan llamando “Santidad”? ¿No sería más ejemplar, y más convincente, para las ideas que el mismo Ratzinger ha defendido, que su renuncia al papado fuera consecuente hasta el final?