RECORDANDO EL CONCILIO

LA POBREZA ES UNA CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE PARA LA IGLESIA.

16 de Noviembre de 1962

Más allá de cuestiones secundarias de personas y de diferencias de temperamento, de nacionalidad y de escuela teológica, el concilio aparece, en definitiva, a quien quiere verlo con una cierta perspectiva y contemplarlo con la serenidad del historiador, como una asamblea de hombres de oración y de pastores reunidos, ante todo, en un espíritu de fe, a fin de buscar no su propia ventaja, sino una transmisión mejor del mensaje evangélico. Esto es lo que constituye la originalidad y la nobleza de esta asamblea y lo que impone el respeto a todo observador de buena fe.

Traemos con nosotros, de todas partes del mundo –decía el mensaje al mundo del 21 de octubre-, las desgracias materiales y espirituales, los sufrimientos y las aspiraciones de los pueblos que nos han sido confiados.” El que conoce de cerca a los obispos sabe que éstas no son meras florituras retóricas. La inmensa mayoría de los padres conciliares tienen conciencia de que en el mundo entero sacerdotes y laicos cristianos, e incluso a veces no creyentes, esperan de ellos una renovación de la Iglesia, más vigor en sus afirmaciones espirituales y más comprensión para las necesidades del hombre del siglo XX.

Insistiendo en la desgracia de los países subdesarrollados, Juan XXIII exclamó un mes antes de la apertura del concilio: “¡Las miserias de la vida social claman venganza al cielo!” Ya dijimos que, desde su llegada al Vaticano, numerosos obispos trabajan, sin ruido pero con fervor, para conseguir que el concilio trate directamente estas cuestiones.

Muy recientemente, el cardenal Gerlier, obispo de Lyon, lo expresó con insistencia en Roma: “La Iglesia tiene el deber de adaptarse de modo más sensible a la situación creada por el sufrimiento de tantos hombres y por la ilusión, favorecida por ciertas apariencias, que tienden a hacer creer que la Iglesia no siente por ello una preocupación dominante. Este problema se presenta bajo formas diversas, pero, en el fondo, sigue siendo el mismo siempre; la situación dolorosa de un número muy elevado de hombres, resultante de una repartición desigual de las riquezas. ¿Cómo no podría sentirse la Iglesia obligada a remediarlo a la vez en el orden del pensamiento y de la acción?

La eficacia de nuestro trabajo conciliar está ligada a este problema. Si no lo abordamos, pasamos de largo ante los aspectos más actuales de la realidad evangélica y humana. Es necesario plantear esta cuestión. Hemos de insistir ante los responsables para que así sea. Todo lo demás corre el riesgo de permanecer inefectivo si no se examina y trata este problema. Es indispensable despojar a la Iglesia, que no desea ser rica en las apariencias de riqueza (…). Es preciso que la Iglesia aparezca como lo que es: la madre de los pobres. Debe orientar a aquellos que tienen lo necesario hacia la preocupación de procurárselo a los que aún no lo tienen. Como obispos, debemos actuar de modo que el problema de la evangelización de los pobres, del apostolado en el mundo obrero se convierta en el centro de nuestras preocupaciones conciliares. El concilio actual ha de ser la ocasión para afirmar esto.

Por su parte, monseñor Máximos, patriarca melquita de Antioquía, ha declarado: “La pobreza es una cuestión de vida o muerte para la Iglesia. Lo más grave es que la populación obrera de algunas regiones, sobre todo en Europa occidental, escapa a la influencia de la Iglesia. No se trata tanto de ricos y de pobres como de los obreros, fuerza viva del mundo de hoy.

En todas partes hay que hacer algo para que la Iglesia sea, como ha dicho el papa, el 11 de septiembre pasado, ‘la Iglesia de todos, y, particularmente, la de los pobres'”.

Diario del Concilio. Henri Fesquet (Le Monde)