La conversión por el Reino

Martín Gelabert, op.-

Conversión es una palabra propia del tiempo de cuaresma. En realidad es una actitud permanente de toda la vida cristiana. La conversión no es tanto un asunto ético, un cumplir una serie de preceptos, cuanto un asunto teologal, un poner mi vida en la dirección correcta.

Convertirme es dar la espalda a lo que me separa de Dios y ponerme de cara a Dios, acogiendo su Palabra y buscando cumplir su voluntad. Convertirse y ponerse en camino de salvación son las dos caras de la misma moneda. “Convertíos y creed en el evangelio” son las primeras palabras que pronuncia Jesús, según el más antiguo de los evangelios. Convertíos para disponeros a acoger la buena noticia de la salvación.

La conversión supone un doble movimiento: 1) dejar de lado lo que no me conviene, lo que me perjudica, lo que me hace daño; 2) para buscar y acoger lo que me perfecciona, lo que es bueno para mi. Al convertirme me humanizo, me alejo de lo que me degrada, y me oriento a lo que me llena de vida y felicidad. En el seguimiento de Cristo, Hombre perfecto y perfección de lo humano, caminamos hacia la salvación, hacia lo que llena la vida de sentido, hacia la realización de los anhelos más profundos del corazón.

A veces, cuando se habla de convertidos y conversos se piensa en cambios radicales, en personas que han cambiado de religión o han abandonado el ateísmo. Pero en la conversión no se trata principalmente de cambios extraordinarios ni de momentos puntuales, sino de orientar la vida, en todo momento y ocasión, por los caminos del Evangelio. Tampoco hay que confundir conversión con fanatismo. El fanatismo es cuestión de carácter o de lavado de cerebro. El convertido es más bien un apasionado, con la pasión del enamorado, que puede decir tranquilamente donde ha encontrado la vida, y hacerlo respetando y comprendiendo las posiciones u opiniones ajenas.