LA SANGRE NO SALVA A LOS HOMBRES

¿Santo sacrificio de la misa?

La palabra sacrificio es mucho más pagana que cristiana. Antes de Cristo toda religión se centraba y, a veces, se reducía a ritos de sacrificios.

El sacrificio es un acto religioso por el que se consagra y ofrece a una deidad la vida de alguien: un niño, un hombre o un cordero. Su fin es atraerse el favor del dios en cuestión, evitar su enojo, expresar gratitud o devoción, obtener su perdón o conseguir la unión con él, a cambio de la vida de otro. Si se busca la expiación de los pecados o crímenes propios es preciso buscar una vida, de animal o humana, que pague con su muerte nuestra deuda o aplaque la ira y venganza de la divinidad.

El Antiguo Testamento, a pesar de estar manchado todo él de la sangre de sacrificios, es sin embargo, una bella pedagogía, muy lenta (dos pasos hacia adelante y uno atrás) con la que el pueblo de Israel descubre, muy poco a poco, que su Dios no quiere sangre, ni víctimas, ni quiere altares. Yahvé sólo busca al hombre de corazón humilde y misericordioso.

Hay que estudiar con cierta profundidad sobre todo el Antiguo Testamento para descubrir el lento progreso en los sacrificios. La religión hebrea desarrolló un complicado sistema de sacrificios de animales. Pero los profetas avisaron que Dios estaba harto, sentía nauseas con la sangre y el humo de los sacrificios.

Jesús es la cumbre de las relaciones de Dios con el hombre. Jesús de Nazaret margina los sacrificios. Bendice a su Padre, sin corderos ni bueyes sacrificados. Es consciente de que su vida, entre los hombres, abre una nueva y definitiva etapa en la plenitud humana. Su misión no es morir para rescatar ni para saldar ninguna deuda. Su Padre no es ningún cobrador de deudas. Y su presencia entre los hombres es exclusivamente para que todos tengan vida y lleguen a la plenitud humana.

Jesús es maravilla de plenitud, el cumplimiento de los tiempos, la culminación del proyecto del Padre. Este es el argumento central de las bendiciones de Jesús a su Padre. Su vida es toda una “anáfora”: repetida, en alto, ante todos. En adelante la vida de todo cristiano debe ser una anáfora, una acción de gracias al recordar a Jesús.

No más sangre. No más sacrificios. Tengamos la valentía de eliminar no sólo las palabras sino las evocaciones paganas infiltradas en nuestra fe. El cristiano ha vivido siempre la tentación de paganizar su fe, y por tanto de transformar la Eucaristía en sacrificio.

Periódicamente surgen, entre los cristianos, grupos espiritualistas que dan al dolor y la sangre un intrínseco poder salvador. Son los mismos que gustan de alinear al Cristo ensangrentado con todos los corderos que a lo largo de la historia fueron sacrificados para expiar pecados, aplacar la ira de Dios y conseguir su protección.

No amigos. Ese supuesto valor sacrificial de nuestra eucaristía no es cristiano. El haber leído la Biblia – Antiguo y Nuevo Testamento – sin discernimiento, y sin análisis histórico alguno, como si todo lo escrito en ella fuera mecánicamente “revelación de Dios” llevó a la cristiandad a no liberarse de la pegajosa inclinación pagana hacia los altares de sacrificios.

Hay mucho que matizar en la historia e incluso en la teología de la crucifixión. A Jesús no le “exigió” su Padre morir en Cruz. La cruz la fabricó el poder del Templo, en coalición con el silencio de los políticos. Ni el Templo ni los políticos admitieron nunca la liberación del hombre y del pueblo, que anunciaba Jesús de Nazaret.

La soberanía del hombre sobre instituciones, leyes, costumbres, templos o ideologías opresoras no gustaba, ni gusta nunca, a los poderes establecidos. Si se me permite la licencia, se podría decir que el Padre “se tuvo que tragar” la cruz del hombre elegido. La cruz fue el precio que pagó Jesús a esta sociedad, por ser hombre, y por “revolucionar” con la imagen nueva de Dios.

La cruz fue el castigo, impuesto por los poderes sociales, por atreverse a desmontar el tinglado de una religiosidad y un Templo corrompido y opresor. Jesús murió en una cruz por romper cadenas de cautivos, iluminar ojos vacíos, desatar lenguas trabadas, sanar intimidades torturadas y liberar.

Eso son datos históricos. Dios no exigió ninguna sangre. El hombre no se “salvaba” con sangre. La cruz no formaba parte del “Plan del Padre”. La cruz la hicieron el Templo y el poder.

Después, el nuevo Templo y sus místicos montaran una teología cuyo resultado es culpabilizar al pueblo pecador, liberando incluso a los políticos y alto clero de entonces de la muerte en cruz de Jesús. Recurrir al pueblo suele ser útil para eludir responsabilidades.

Monseñor Romero murió asesinado en el Salvador por intentar liberar a su pueblo. La bala la disparó el poder. El pueblo no tuvo culpa. El pueblo sólo lloró. Son frecuentes los que mueren como Jesús, a manos del templo y los gobernantes, por buscar una iglesia más enredada en la miseria y esclavitud de los hombres. ¿Tiene Dios o el pueblo humilde algo que ver con esas muertes?

¿Los mártires son una necesidad exigida por Dios, o víctimas de los poderosos?

¿Es la misa la celebración de un santo sacrificio, o el recuerdo jubiloso y agradecido por la vida entrega de Jesús? ¿Damos gracias por una muerte o por una vida? ¿Nos “salva” Jesús con su sangre o con su vida? ¿Hay que morir como Jesús o hay que vivir como Jesús? ¿Damos gracias a Dios por habernos entregado a Jesús a nosotros, o por haberlo entregado a la cruz?

Sobre el enigma del dolor entre los hombres, especialmente el dolor de los inocentes es otro tema ajeno al tratado aquí. Ese sí que es un misterio de los crucificados que a veces acerca a Dios y a veces hace huir de Dios.

Luis Alemán Mur