¿Nos reunimos para implorar clemencia? ¿Vamos a la mesa para llorar? ¿A pedir piedad? ¿A lavar nuestros pecados? ¿O a sentirnos amados? ¿A caer de rodillas o a sentarnos juntos?

Jn 13:10

Jesús contestó: -El que ya se ha bañado no necesita que le laven más que los pies. Está enteramente limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. Se había dado cuenta de quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios».

Cuando les lavó los pies, tomó su manto y se recostó de nuevo a la mesa. Les dijo: -¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?

Me llamáis Maestro y Señor, y con razón, porque lo soy.

Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros.

Es decir, os dejo un ejemplo para que igual que yo he hecho con vosotros, hagáis también vosotros.

Sí, os lo aseguro: No es el siervo más que su señor ni el enviado más que el que lo envía.

¿Lo entendéis? Pues dichosos vosotros si lo cumplís.

A sus seguidores, la muerte de Jesús los hundió en la soledad y en la depresión. Pero con la conciencia y experiencia de su resurrección, se sintieron salvados. La muerte de Jesús les trajo la vida. Con el fracaso de Jesús, fue posible la esperanza. Estaban, por fin, liberados por el amor del Padre del que les habló Jesús. Ya no tenían que confiar en los poderosos, ni en las purificaciones, ni en la Ley, ni en las riquezas. Seguirían siendo pobres y débiles y perseguidos, pero fuertes junto al Padre que podía más que la muerte.

Cuando la iglesia empezó a triunfar, allá por el siglo IV, y fue admitida en otra mesa, la del poder, creció, simultáneamente, en el pueblo sencillo el sentimiento del pecado. Los creyentes ya no eran “los santos” (S. Pablo). Ya no eran “los limpios” (de la cena) Pertenecían de lleno “al pecado de este mundo” del que habló Jesús.

La responsabilidad de haber crucificado a Jesús con sus pecados pasó al pueblo cristiano. El pueblo sencillo asumió esa interpretación de la historia. Los pecados de cada uno eran la causa de toda plaga, terremoto, o epidemia. Se volvió a la teología del “castigo de Dios”. Comenzaba la Edad Media. Comenzaba la Escolástica. Infiernos, limbos demonios, santos sacrificios, ofrendas, procesiones de penitencias, flagelaciones, condenas.

El cenáculo familiar, se transformó en piedra en la que se sacrificaba el Cordero: “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo”

No era la “buena nueva” lo que se anunciaba al mundo. Era el perdón de los pecados. La omnipresencia del pecado pudo más que el reinado de Dios. La “noticia buena” era el valle de lágrimas y el terror a la condenación eterna.

La muerte pudo más que la vida. El pecado pudo más que la Resurrección. La tristeza borró la alegría. Por tanto la Eucaristía se convirtió en velatorio.

Ya no se recostaban, como amigos del Maestro, para comer. Caían de rodillas. Golpes de pecho, el “yo pecador”, “Señor, ten piedad”. Perdona a tu pueblo, Señor, perdónale.

Es difícil situar las causas. Pero es cierto que caído el imperio romano, toda Europa embarrancó en un gran socavón. Y es justo reconocer que aquel enorme vacío lo llenó la cristiandad. Parece muy exacta la puntualización de Paul Johnson: La cristiandad no fue sólo un vehículo de cultura. A través de los monjes, de hecho, la cristiandad se convirtió en la cultura.

Los de S. Benito sembraron de monasterios, abadías, que luego se transformarían en aldeas, pueblos y ciudades. Difundieron la agricultura, el comercio, las artes, los oficios. Su ora et labora sirvió de escuela.

También vinieron de Irlanda otros monjes, especialistas en copiar biblias, a misionar el continente. Traían pesadísimas biblias con cubiertas de maderas y cordeles de piel para llevarlas colgadas. Además añadieron códigos de moral con listas de pecados y correspondientes penitencias.

Quizás Jesús llegó prematuramente a Europa. Quizá los cristianos con sus monjes, sus biblias, sus códigos de moral y sus teologías embrionarias distaban demasiado del Jesús de Nazaret. Quizá la evolución de la sociedad de los hombres necesita más primaveras y más inviernos para madurar y florecer. Sin embargo en aquel tiempo, llegaron a creer que con Jerónimo y Agustín estaba todo inventado.

El resultado es que al final, la Edad Media convirtió el Reino de Jesús en reino de este mundo; el Evangelio de Jesús en un sistema de sabiduría pretencioso y pedante; y la mesa de comer inventada por Jesús, se transformó en gigantescos, bellísimos, carísimos templos.

Los ciudadanos, la plebe, seguían esclavos, hambrientos, paralíticos, mudos, amenazados y culpables. Los pontífices de Jerusalén se habían venido a Roma, los Pilatos se habían abrazado a la Cruz “In hoc signo vinces”.

Nos queda la fe de que la siembra de Jesús seguía su crecer oculto. Recordamos que la levadura necesita una noche para fermentar. Sabemos, ahora, que el tiempo lo mide el Padre, y nuestros relojes no llevan su tic tac. La Historia con mayúscula no coincide con nuestra historia.

Mi intuición es que está llegando la hora de levantarse del suelo, arrojar las parihuelas, ponerse en pié, sentirse salvados, recobrar la dignidad y libertad de hijos, creer y vivir la resurrección. Si los escribas y jefes del templo no nos siguen o incluso nos persiguen, miremos a Jesús y hagamos como hizo Él (Eso es comulgar con Él)

Seamos astutos como serpientes e ingenuos como palomas.

La Edad Media terminó. Trento fue una pesadilla. El Vaticano I un error. El Vaticano II un sueño.

La Historia con mayúscula y con minúscula sigue. ¡Caminamos con Jesús, empujados por el Espíritu! El Padre espera al final. La mesa está puesta.

Luis Alemán Mur