“Hay que recuperar la sensatez perdida”

Mística de amor a la tierra

“Lo principal pertenece al ámbito de las espiritualidades”

 

Visualizamos el límite de las posibilidades de sobrevivencia de nuestro planeta. Algunos piensan que ya sobrepasamos la línea roja y que no hay vuelta a atrás. Desde hace mucho la dotación de armas atómicas es suficiente para destruir cinco veces la Tierra. Ahora último se nos informa que si la temperatura media sube en cinco grados la vida puede acabarse.

¿Salvemos la Tierra en vez de destruirla?

Propongo ver las cosas en clave teológica. Imaginemos que varias divinidades se disputan el mundo. Cada una de ellas reclama para sí una dedicación absoluta.

Nuestros corazones, en medio de esta lucha entre los dioses, unas veces sirven a unos y otras a otros. Entre dos de estos dioses se traba una lucha a muerte: el Amor la Tierra y la Absolutización del Mercado. Esta es la diosa del crecimiento ilimitado de la economía que explota el planeta, seres animados e inanimados, personas y cosas, sin miramientos. Es claro que el Mercado absolutizado está ganando la guerra: si somos alguien en la vida, es porque ganamos dinero para consumir y consumiendo hacemos que la economía crezca y crezca. Pero cabe la posibilidad de creer en una divinidad que también incida en nuestra vida cuando compartimos y cuidamos el mundo. En la inmensa mayoría de la humanidad hay una chispa mística de Amor a la Tierra que, en estas circunstancias, fungiría como mística revolucionaria.

En todas las grandes tradiciones religiosas y humanistas se da un amor de este tipo.

Los cristianos no tendrían que asustarse con que su Dios sea llamado Amor por la Tierra. Para la iglesia el salvador del mundo es el creador del mundo, el Cristo que instaura en el tiempo una mirada amorosa al cosmos.

Necesitamos una mística así, porque la salvación de la Tierra no será posible con meras soluciones técnicas, acuerdos internaciones y mucho empeño personal y social. Salvaremos la Tierra si nos dejamos salvar por su belleza, por pertenecerle y haber sido constituidos de barro, de colores, de olores, de agua, de luz y de amor. No puede ser empero una mística panteísta. Acabaríamos en un callejón sin salida, discutiendo que no hay que comer carne por amor a los animales; que no hay que comer verduras por amor a las plantas; que no hay, etc. El fanatismo ecológico no sirve. Al igual que el fanatismo religioso, estorba.

Al contrario, hay que recuperar, precisamente, la sensatez perdida. Cada cual puede escarbar en su propia tradición humanista las motivaciones trascendentes que nos ayudan a encontrar en los otros el mismo Amor al planeta y a la humanidad. Estoy pensando en el budismo, el Islam, las religiones étnicas, en la cultura cósmica del pueblo mapuche, en los mismos hippies de los sesenta y setenta, en las inquietudes de la post modernidad. De todas estas expresiones de humanidad debiéramos extraer inspiración, una ética y una estética. La lucidez crítica del ateísmo también será indispensable.

¿Suena esto muy raro? Hablo de algo de lo que estoy convencido.

Mi tradición cristiana me hace ver las cosas en clave apocalíptica. No es que haya que mirar el futuro con terror a un acabo mundi, a causa de la ira de Dios por el pecado de la humanidad. Pero sí es necesario imaginar que la catástrofe por venir exige de nosotros hoy, y no mañana, una acción decidida por cambiar las cosas comenzando por nosotros mismos: una conversión cuya prueba de autenticidad será la convicción, y la alegría, de la unidad de todo con todo y de todos en todos.

No estamos en cero. Conozco gente que sí cree en el Amor a la Tierra. Por aquí y por allá me hablan de personas que han adoptado estilos de vida sencillos; que no botan basura en las calles o la recogen con humildad por simple amor a su prójimo; que reciclan todo lo que pueden y se han arreglado con cartoneros para entregarles botellas, diarios, cajas de tetra pack; que ahorran agua como lo haría cualquier familia en Etiopía; que apagan las luces para socavar el negocio de las empresas de la electricidad; que usan los medios colectivos de locomoción en vez de sus autos o que prefieren la bici al Metro; que se dan tiempo para estar con sus hijos y enseñarles a jugar con piedras en vez de hacerlo con regalos sofisticados; que evitan revisar las revistas de propaganda para no contaminarse la mente con tanta porquería. Esta gente nos lleva la delantera. Ella es la alternativa. De estas personas esperamos acciones sociales y políticas que enderecen el mundo. Hay ecologistas organizados que hace años nos están dando ejemplos de que algo se puede hacer para vencer al Mercado que preña todas las relaciones humanas con la lógica mercantil de la explotación despiadada de personas y recursos naturales.

Estas organizaciones han formado conciencias que poco a poco han influenciado en la educación y la política.

Es iluso creer que alguna vez podremos prescindir del Mercado. La Planificación Absoluta de la Economía es otra divinidad, siempre a la espera de su oportunidad. Los países que la han aplicado contaminan tanto o más. Pero el Mercado no puede ser absolutizado, sino maniatado y utilizado como un mero instrumento. La economía es un medio, la vida en el amor es un fin. Las personas son fines, su convivencia en una Tierra compartida tendría que ser el gran fin. La concentración de la riqueza tal como se está dando es demoníaca.

Por de pronto habría que revisar las mallas de las escuelas de Economía y Administración, y las de las carreras de Publicidad. Otra recomendación: no dejar pasar el plan de sustentabilidad de los próximos programas presidenciales sin revisarlos con lupa.

Estos son ejemplos para concretizar un opción socio-ambiental. Pero, como digo, lo principal pertenece al ámbito de las espiritualidades. El Amor a la Tierra -como experiencia de amor, de belleza, de alegría y de compromiso fraterno con el cosmos- tendría que ser el alfa y la omega del Credo que urge implementar.

Jorge Costadoat