Como es bien sabido, la corrupción es uno de los problemas que más preocupan ahora mismo a los españoles. ¿Por qué hay tantos corruptos? ¿Qué podemos y debemos hacer para resolver este problema? Sea cual sea la respuesta que cada cual les dé a estas preguntas, en una cosa – al menos – deberíamos ponernos de acuerdo. La corrupción nos deshumaniza. Quiero decir, por tanto, que antes que los problemas legales, jurídicos, políticos, sociales, económicos, éticos y religiosos, que plantea la corrupción, hay algo previo a todo eso. Algo que tendría que ser lo primero en que nos debemos poner de acuerdo: hay una relación “causa – efecto”, que es inevitable y directa, entre la corrupción y la deshumanización.

    La corrupción es una regresión a lo inhumano. Y el corrupto es un ser que se comporta como un “pre-humano”, por más listo, culto, digno, poderoso o importante que pueda aparecer ante la opinión pública. Daremos un paso decisivo, para remediar la corrupción, el día que en el tejido social se imponga el convencimiento de que el corrupto no es un humano, sino un ser que se quedó anclado en un estado previo a lo que caracteriza lo propiamente humano. Una cosa es “el ser humano”. Y otra muy distinta es “ser humano”. El corrupto se comporta como un animal, en el sentido más peyorativo de esa expresión.

    Porque ¿qué es lo que nos hace propiamente humanos? Los descubrimientos que se han hecho en paleontología demuestran que la evolución humana estuvo determinada por el crecimiento del cerebro, que pasó de 800 cms. cúbicos en el “homo ergaster” a 1.200 cms. cúbicos en el “homo heidelbergensis”. Pero, sobre todo, se ha demostrado que este enorme crecimiento del cerebro se produjo cuando aquellas personas, con sus grades cerebros, cuidaban de las personas discapacitadas y eran capaces de comunicarse mediante el lenguaje. La comunicación y la ayuda mutua en las relaciones personales fomentó la “simpatía”, que, como ya opinaba Darwin, distingue a los actuales seres humanos del resto de los primates.

    Los derechos, las leyes, la libertad, las creencias religiosas, la dignidad de las personas, todo esto es fundamental, por supuesto. Pero hay algo previo a todo lo dicho: que nos comportemos como seres humanos los unos con los otros. Cuando no hacemos eso, por más que lo hagamos motivados por la ideología más sublime, cuando actuamos de forma que no somos humanos para nuestros semejantes, sino auténticas fieras que buscan su propio provecho o interés, por más cargos o títulos que tengan, por más sublimes que sean sus creencias o su ideología, en realidad son seres inhumanos disfrazados de mera apariencia humana. A esto hemos llegado. Y lo peor es que, además de eso, a quien se comporta así, le ponemos una medalla o le hacemos un monumento. Estamos destrozando nuestra propia humanidad. Esto es lo más grave que está ocurriendo ahora mismo.