Es corriente que la teología insista en no mezclar a Dios con lo creado. Dios es el totalmente Otro. En nuestro diccionario humano no hay ninguna palabra, ningún sustantivo, ningún adjetivo, ningún aditamento de tiempo o lugar que se pueda decir de Dios: No es grande ni pequeño, ni lejano ni cercano, palabras todas que no se pueden aplicar, con propiedad, a Dios. En definitiva, somos muy imprudentes cuando hablamos de Dios. Nuestro diccionario no está hecho para hablar de Dios.

Se recurre con ligereza a eso que llaman la analogía (parte sí, parte no) con el fin de no marginar a Dios de nuestro conversar. Tomás de Aquino y Karl Barth son dos maestros de la analogía.

Ocurre que Dios no cuenta con nada ni nadie que pueda ser “intermediario” o portavoz para manifestarse a los hombres. No cuenta con ningún “púlpito” a través del cual pueda manifestarse cómo piensa, cómo es.

Pannenberg es un teólogo de nuestro tiempo. Uno de los más grandes del siglo XX. Todo su pensamiento lo despliega junto al concepto y realidad de la Historia. Nadie como él nos ha abierto la mente y los ojos para comprender la Historia.

Nada existe que no sea historia. Nada hay terminado hasta que no esté terminada la historia. Nada tiene sentido completo mientras sea historia. Ninguna verdad se puede considerar dogmática mientras penda sobre ella la historia. Nada salió de las manos de Dios ya terminado. Todo habrá que fraguarse en la historia.

La historia es, además, púlpito o cátedra en la que Dios se manifiesta, se abre a sí mismo, se comunica, se revela. La historia es una epifanía constante de Dios.

La realidad más evidente fue la de aquel Jesús de Nazaret, el galileo. En los evangelios nos cuentan que vino hecho. Como un muñeco prefabricado en el cielo hecho Dios, y luego metido en la historia de los hombres. Sin embargo la realidad parece distinta. “La divinidad y la encarnación se encuentran al final del recorrido“. Jesús se tuvo que hacer Dios en la historia. Tuvo que aprender a ser hombre, tuvo que crecer en su fe, tuvo que aceptar los planes de Dios, tuvo que actuar al modo de Iahvé, tuvo que dejar que la historia lo fuera forjando incluso le hizo cambiar sus planes. Incluso le exigió reaccionar a ciegas. Le dio lecciones todo el que se cruzó con él: La Cananea lo hizo menos judío; Los leprosos lo hicieron más de Dios que del Templo; La hemorroisa le descubrió el mundo interior de la mujer humillada por las leyes de los hombres. Sus grandes fracasos en Galilea y la muerte del Bautista le hicieron cambiar sus estrategias para implantar el Reino. Y finalmente, el gran fracaso de Jerusalén le abrió el camino de la muerte guiado por una fe oscura. E incluso no abandonó a Iahvé aunque Iahvé lo abandonara a él. Así llegó, en el final del recorrido, en la plenitud de su historia, la divinidad y la encarnación de Dios.

Acabó bien. Pero todo pudo acabar mal. Hasta el último momento se pudo echar para atrás. Y si se hubiera echado atrás, no hubiera llegado a ser el Cristo.

Hay que estar muy atento a la historia si queremos intuir algo de Dios. Somos muchos los tontos que seguimos creyendo saberlo todo por haber leído libros, La verdad sigue sin escribirse, sin estar terminada. Nada se ha perdido. Nada se ha conseguido.

La historia a través de la que Dios se auto-revela debe ser tomada en su totalidad, no en los eventos singulares. La auténtica auto-revelación no puede ser más que única, por lo que sólo la totalidad de la historia constituye la totalidad del actuar/revelarse de Dios.

Luis Alemán Mur