“¿No estamos ya en vísperas de que el celibato llegue a ser opcional, al menos por ecumenismo?” Aradillas

“Presentimos que el tema no es ajeno en el organigrama del Papa Francisco”

“La solución a la jubilación sacerdotal no tiene por qué diferir de la del resto de jubilados”

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En mis tiempos “coadjutoriales” no se jubilaban los curas. Las parroquias lo eran canónicamente “en propiedad”. No sé si esto era bueno, malo o peor para los feligreses y para el mismo cura. La “propiedad” era conquistada previa la superación de los ejercicios de oposición y recuento de “méritos”.

El concepto de “fábrica” aparecía en los expedientes con números parcos, reservados y sin que ni al coadjutor, y menos a los “fieles”, les fuera permitido su conocimiento y administración. En el concepto de “fábrica” no había cabida alguna para la “Seguridad social” parroquial o diocesanamente concebida. Los curas estaban al frente de las parroquias hasta la muerte, a no ser que, con aquiescencia curial, decidieran opositar a alguna canonjía o capellanía, preferentemente castrense. La titulitis, el carrerismo “ilustrísimo”, los emolumentos y el ribeteado rojo de las sotanas y la borla del bonete, eran – y siguen siendo-, atractivos convincentes para el ascenso de los curas, y aún para sus familiares.

Párrocos, y más en los ya felizmente fenecidos tiempos del Nacional-catolicismo, ejercimos intra y hasta extra eclesiásticamente, nuestro ministerio, con toda, o casi toda, clase de poderes en esta vida y con proyección para la otra. Nuestras palabras eran interpretadas como “palabras de Dios”, se tratara de cualquier clase de temas. Era mucha, y muy “santa”, nuestra osadía, y el nivel cultural de nuestros compatriotas, escaso y subordinado. La educación sempiterna en el “amén” y en “lo que usted diga o quiera”, eran norma de vida y de convivencia.

De vez en cuando recordamos los curas jubilados estas situaciones, cuando nos reunimos, y unos nos echamos a llorar y otros a reír, admirados piadosamente todos de la infinita capacidad misericordiosa de Dios que se valió de nosotros como instrumentos sacramentales de redención, con aspiraciones dogmáticas ultraterrenales.

Por cierto que en la penúltima coincidencia que mantuvimos los colegas jubilados, con inocente pizca de picardía clerical, a uno se le ocurrió lanzar la pregunta de qué les parecería, y cómo reaccionarían hoy feligreses y obispos, si se propusiera la idea de que en la situación de la jubilación sacerdotal, cupiera la opción de establecer una relación canónica, y aún sacramental, de pareja, con una mujer, y así, con consentimiento y ayuda mutuas, en paz y en gracia de Dios, disponernos a recorrer el último tranco de la vida, a la espera de ser convocados por el Padre Dios, mediante la “hermana muerte franciscana”, eternizando así nuestra común unión eclesial sin distinciones jerárquicas de ninguna clase, en conformidad con el libro de texto de los evangelios, sin glosas ni exégesis transidas de ciertos intereses, no solo escuetamente religiosos, sino también canónico- terrenales…

¿Acaso una clemente, indulgente y piadosa solución contra la soledad como la aquí sugerida, podría ser, a nuestra edad, merecedora de descalificaciones de herejía, egoístas y contracelibatarias? ¿Es que, al menos por aquello del ecumenismo, no estamos ya en vísperas, aunque algunos no lo conozcamos, de que el celibato llegue a ser opcional, mañana o pasado mañana?

No todos los componentes del grupo de los jubilados estuvimos de acuerdo con el planteamiento del tema, que fue suscitado con respeto, con consideración y con la gracia de Dios. Advierto, no obstante, que entre nosotros se registró “quórum” suficiente para proseguir la reflexión otro día, porque “hablando se entiende la gente” y porque presentimos que el tema no es ajeno en el organigrama del Papa Francisco.

Eso sí, y con ciertas añoranzas, destacamos que nuestros hermanos los monjes, frailes o religiosos tenían convenientemente resuelto el problema de la soledad y de la atención requerida en sus residencias, sin depender en exclusiva de sus ex familiares o de las benevolencias episcopales, que en su día decidieron apostar por las benditas “casas sacerdotales”.

Ni sería justo ni religioso dejar de reseñar que entre nosotros se destacó la idea de que la solución sacerdotal no tiene por qué diferir de la que les es común al resto de los jubilados del régimen general de la Seguridad Social, todavía insuficientes, pero muy dignamente dotadas. Privilegios, y menos “en el nombre de Dios”, y “por ser vos quien sois- o fuisteis”, nada de nada. La asignatura de la jubilación apenas si fue todavía afrontada por la pastoral, por la ascética y aún por la mística, con sacrosanta mención para los niveles jerárquicos.

Antonio Aradillas