RUBÉN AMÓN

 

(Rubén se autodefine ateo)

FRANCISCO celebra el primer aniversario de su elección con la certeza de haber resistido a la presión de las expectativas. Tiene mérito porque las expectativas no las creó el Papa. Ni tampoco la feligresía. Las creó la opinión pública, obviando incluso que el santo padre no presentó un programa electoral ni fue elegido por sufragio universal.

Lo escogieron los cardenales con rapidez, asistidos por el Espíritu Santo, así es que la imagen de una paloma ensabanada posándose en el anillo del pescador de Jorge Mario Bergoglio adquirió de inmediato la categoría de testimonio providencial.

Era el primer pontífice de ultramar. El primer jesuita. El primer hispanoparlante en cinco siglos. «Argentino pero modesto», añadía un diario colombiano para completar el retrato, aunque no puede hablarse de modestia en la elección del alias de Bergoglio: Francisco.

Y no porque el santo de Asís modesto no fuera, sino porque el arzobispo de Buenos Aires tenía que responder a la proeza de convertirse en un epígono. Esas sí fueron las expectativas que creó el Papa. Esa fue la respuesta a la «dimisión» de Benedicto XVI, cuyo peso en la ejecutoria de la Iglesia se antoja mucho más relevante de cuanto podría sospecharse en la comparación de Wojtyla y en el contraste con Bergoglio.

Me ha impresionado verificar hace unos días en Roma que no hay argumentos de su existencia en las tiendas de souvenirs que rodean el Vaticano. Prolifera la iconografía de Juan Pablo II como abunda la de Francisco, pero la mercadotecnia y el fervor popular han subordinado la noticia de Benedicto XVI. Me parece una degradación caprichosa que la Historia va a poner en su sitio. La historia, pienso, sobrepasará nuestras emergencias informativas para destacar un papado cuyo mérito no concierne a lo que hizo Ratzinger vestido de blanco, sino a lo que se atrevió a dejar de hacer: renunciar, abdicar, hacerse hombre, relativizar la divinidad y la infalibilidad pontificia, predisponiendo las reformas que ahora competen a Francisco en este híbrido mesiánico entre el papismo y populismo: llamémoslo papulismo, matizando además que Francisco el argentino ha cumplido con esmero ante la opinión pública el programa que nunca prometió.

Lo ha hecho partiendo del lugar que dejó vacante Benedicto XVI. No me refiero a la mera sucesión, sino al ejercicio de humildad que sobrentendía el mensaje de la retirada en el contexto de las debilidades y tribulaciones del hombre. Se explica así que el primer año de Francisco pueda resumirse en una reflexión que hizo a la prensa vaticana en su regreso del viaje de Río de Janeiro: «¿Quién soy yo para juzgar a los gays?»

Sospechamos que Pío IX, el último papa feudal, hizo un amago de resurrección para recomponer su legado, del mismo modo que la feligresía más ortodoxa y wojtyliana reaccionó con incredulidad a la fragilidad que mostraba el gran patriarca.

Ocurría lo contrario entre los profanos. Sucedía que los incrédulos, los descreídos y los ateos advertían en el verbo de Bergoglio el mensaje capital y absoluto de la tolerancia cristiana. Que aloja un valor terrenal sin necesidad de esperar la recompensa del paraíso.

Muchos feligreses no se reconocían en una Iglesia autocrática, discriminatoria, punitiva, jerárquica. Bergoglio ha acudido a confortarlos lavando los pies de los presos, pero las reformas que ha encadenado el Papa comprometen el papel de los fundamentalistas. Y exagera la beligerancia de los ateos idólatras, precisamente porque la revolución de Francisco sobrentiende el anacronismo del antiguo régimen en que se hallaba el Vaticano.

Si el nuevo Papa ha promovido la transparencia financiera quiere decir que no la había. Si ha represaliado a la corte vaticana quiere decir que holgaban los aduladores. Si ha exigido a los obispos que huelan a oveja es porque atufaban a incienso. Si ha concedido entrevistas y ruedas de prensa, lo ha hecho por contrariar el hermetismo informativo.

Si ha nombrado una comisión extraordinaria para depurar la pederastia es porque no se habían tomado medidas suficientes. Si ha reivindicado la sensibilidad hacia los homosexuales se desprende que estaban discriminados en el rebaño.

Si ha reclamado el peso de la mujer en el porvenir de la Iglesia admitiremos que no lo tenía. Si ha cuestionado sus poderes terrenales sucede porque eran desmesurados. Si ha exigido la tolerancia como principio incontrovertible del mensaje cristiano lo ha hecho precisamente porque escaseaba el voluntariado de la otra mejilla.

Francisco ha acudido a las fuentes, como antaño los periodistas hacíamos con las noticias, y ha restaurado la conciencia y la obligación inexcusable hacia el prójimo que implica el ejemplo de Cristo en la vida y en la cruz.

Es la razón por la que sus homilías, empezando por la playa de los pecadores de Copacabana, condescienden mucho más con los agnósticos que con los creyentes. Reprocha a estos últimos comportarse como cristianos a medias, recrearse en el rito social mucho más que hacerlo en el compromiso y en la militancia.

Los incita a probarse la corona de espinas. Les recuerda la justicia social. Les exige dar ejemplo fuera del templo. No para alardear en el barrio de la promesa de la vida eterna, sino para demostrar que han interiorizado, como mínimo, el undécimo mandamiento.

Desde esta misma perspectiva absoluta, me parece que al Papa empieza a cansarle el debate de la actualidad y de nuestras emergencias informativas. No porque pretenda sustraerse a las reivindicaciones de los gays, a la cuestión del aborto ni al papel gregario de la mujer, sino porque se desprende de sus declaraciones que un Papa, aún siendo cercano y entrañable como lo ha demostrado él mismo, tampoco puede convertirse en un subsecretario ministerial de planificación familiar ni en un burócrata consagrado a la igualdad de oportunidades. Lo que nos dice Francisco es que su ministerio, nada menos, trata de Dios. Y de la trascendencia. Y de la vida eterna. Y trata de Cristo. Y de los pobres y de los desheredados, y de los heridos sociales, como él destaca, pero no parece agradarle el retrato providencial que le hemos construido entre todos. Por mucho que salga favorecido y que pretendamos escribirle su programa electoral a nuestra medida, convertirlo en un repuesto providencial al mito oxidado de Obama, incluso trivializar su papado como un pretexto para la confrontación prosaica de progres y fachas.

Francisco hace un esfuerzo para distanciarse de la revolución con que pretende canonizarlo la opinión pública. Prefiere reconocerse en los deberes de una Iglesia cuyos 2.000 años de Historia no representan una losa, sino el camino que ha construido el hombre, piedra sobre piedra, para acercarse al cielo. Y resulta que en ese camino no sólo se habían extraviado los descreídos. También lo había hecho la propia Iglesia.

Ha transcurrido un año desde la elección. La recuerdo entre relámpagos y oraciones telúricas. También recuerdo la emoción que nos trasladaron sus palabras el día de la audiencia a los periodistas. Nos dijo Francisco que nos bendecía. Pero que nos bendecía en silencio, para respetar al agnóstico. Y al protestante y al musulmán. Y al laico y al nihilista, aun «consciente de que todos somos hijos de Dios». Así es que Francisco rezó cabizbajo y hacia dentro, quizá sin intuir todavía entonces que iba a convertirse un año después en el Papa que esperaban los creyentes y los ateos.

Rubén Amón es periodista.