Con siete añitos, le darán su primer cursillo:
un engrudo de verdades
que ha de aceptar sin comprender.

Nunca se llama a sí mismo “Mesías”. Pero sí se llama “Hijo del Hombre”, en una ocasión, explícitamente “con poder para perdonar”.

Perdonar, como “hijo del hombre”. ¿Será que Dios no tiene que “perdonar”?

¿No será que Dios Padre no perdona porque es Amor y el Amor no puede estar ofendido? Un padre no tiene que perdonar. (En cuanto el hijo se arrodilla para pedir perdon, él lo abraza y manda matar el mejor ternero, porque estaba perdido y ha sido encontrado…).

Perdona quien es capaz de ofenderse. El Amor no tiene receptividad de ofensas, no puede, no tiene que emitir un perdón.

Este otro esquema puede ser falso: “Dios está ofendido; no me habla, ha suspendido sus relaciones conmigo…Yo, entonces, le pido perdón. Le ofrezco una satisfacción, un sacrificio, y entonces él “cambia” y me perdona…” Todo esto puede ser falso. Sería implicar a Dios en nuestros mecanismos, en nuestras liliputienses historias.

¿No será que los únicos que nos tenemos que perdonar somos los hombres, que los únicos que nos ofendemos somos nosotros y entre nosotros?

¿No será que “el hijo del hombre”, Jesús, “vino” a decirnos que una actividad del hombre era perdonar; que la ofensa y el perdón es cosa de humanos; que no hay ser humano si no hay perdón; que el rencor paraliza lo humano; que el odio es un fracaso y que el perdón  plenifica lo humano?

Y que, por tanto, no podemos perdonar “en nombre de Dios”, sino en nombre propio. Que, mientras no perdonemos,  Dios -el Amor- no puede entrar en lo humano y que, en la medida en la que perdonamos, el Amor entra en nosotros.

“Perdonad, perdonad. Si os perdonáis, Dios, mi Padre, entrará en vosotros. Si no perdonáis, Dios no puede entrar”.

“El Reino de Dios” que anunciaba Jesús era como un Jubileo Universal en el que deberían caer todas las barreras, quedar zanjadas todas las deudas, rotas todas las cadenas, abiertas todas las puertas, entrelazadas todas las manos, curadas todas las heridas comiendo todos un mismo pan, recostados en una misma mesa.

¡Qué lástima que hayamos convertido tan bella utopía en el quiosco de un confesionario!

Luis Alemán Mur