Esa malla paralizante de “libro revelado”
que atenazaba a la Biblia,
fue rota definitivamente en el Concilio Vaticano II.

El concepto de libro revelado por Dios ha sido a lo largo de la historia judeocristiana uno de los que más simplezas ha provocado. El autodenominado Magisterio Eclesiástico produjo, con el tema de los libros sagrados, la mayor colección de ingenuidades e infantilismos. Se ha llegado a defender, hasta ayer, que el Espíritu Santo escribía con la pluma de Moisés.

Hoy podemos decir con toda rotundidad que la Biblia judeocristiana no es un libro revelado por Dios. Un libro revelado es un objeto sacralizado e intocable.

Esa malla paralizante de “libro revelado” que atenazaba a la Biblia dentro del catolicismo, fue rota definitivamente en el Concilio Vaticano II. No fue fácil. Supuso la lucha de toda la Iglesia, capitaneada por el Cardenal Lienart frente a los dueños del aparato del vaticano capitaneados por un funesto Ottaviani, Cardenal jefe de lo que se llamaba el Santo Oficio y cuyo heredero fue luego Ratzinger.

Venció Lienart. Venció la comunidad cristiana frente a los dueños del aparato. Quedaron rotas las cadenas con las que siempre se quiso atar a Dios, primer damnificado de su supuesto libro. En el fondo, la tesis del aparato era clara: Dios había hablado ya. Lo dicho estaba dicho y escrito. Ahora sólo habla el Magisterio eclesiástico, único válido para interpretar lo dicho y escrito. Pero le salió mal la jugada gracias a aquel hombre bueno y creyente que siempre quiso oír más que mandar: Juan XXIII.

El concilio aclaró que los libros sagrados estaban “inspirados” por Dios, pero no habían sido escritos, ni revelados – ni entregados – a nadie por Dios. Esos libros han sido escritos por sus autores, con sus ignorancias, con sus circunstancias, con sus errores, con sus pretensiones, con sus primeras y con sus segundas intenciones. Dios anda por ellos. Dios se “aprovecha” de esos autores, de la historia que viven y que narran, para ir abriéndose camino y dándose a conocer a la humanidad.

Haber tardado tanto en hacer esta distinción, haber creído que todo lo que se dice en la Escrituras está dicho por el mismo Dios, ha sido la causa de multitud de errores. Por el Antiguo Testamento corre demasiada sangre de hombres y becerros y esa sangre salpicó la imagen de Yahvé: ese dios ensangrentado no es el Padre de Jesús.

No es el Antiguo Testamento (ni el Nuevo) un libro talismán, ni siquiera un libro fácil de comprender y citar. ¡Con qué cara dura seguimos los cristianos, incluso teólogos y clero, citando las escrituras! De ellas podemos entresacar versículos para probar cualquier idea o inclinación nuestra. No son, las escrituras, un diccionario de Dios. Son libros para el estudio y la búsqueda.

En el mundo sólo queda un libro revelado: el Corán que –para los creyentes musulmanes- es la palabra de Dios revelada por medio del arcángel Gabriel a Mahoma. Un “dictado” sobrenatural recogido por el Profeta iluminado. Y, por tanto, no puede ser sometido a ningún estudio crítico, histórico ni es integrable dentro de un proceso de evolución. Ahí radica su fuerza, ahí su fanatismo y ahí su peligro.

Luis Alemán Mur