Lo acepto: soy un mal educado. Incluso cuando hablo de Dios. La culpa no es de mis padres. Mi mala educación se manifiesta en el lenguaje. Digo tacos. Y esto provoca asombro. Es que no es corriente, ni quizá digno, mezclar tacos con teología.

No lo hago a propósito. Pero tampoco lo evito. Incluso me atrevo a decir que esta mala educación mía lleva una carga teológica. Quizás sea una reacción instintiva. Me explico.

Me produce mucha náusea la entonación, el estilo, el diccionario utilizado por los profesionales eclesiásticos cuando hablan de Dios. Escogen cuidadosa-mente las palabras, las embadurnan de nata montada, introducen el registro del temblor místico, mueven sus ojos, sus manos con una cadencia litúrgica y empolvada.

Por descontado, que se ofrece una variadísima graduación en lo ridículo desde un manifiesto tono amanerado a quien entra en trance de baba cada vez que habla. Casi todos los señores Obispos llevan inherente al presunto orden episcopal ese melifluo acento, hueco, sospechoso, repelente.

¿Por qué, coño, cuando se habla de Dios, de Jesús, de María se tiene uno que amariconar? ¿Fingen estar en trance místico sometidos a una revelación? ¿Actúan como médium entre el más allá y el más acá?

Me temo que con tanto místico parlante han sembrado la convicción en el pueblo de que tras ese trémulo decorado no hay más que o mentira o interés de supervivencia gremial.

No alabo mis tacos. Pero los prefiero al estilo eclesiástico.

Luis Alemán Mur