2ª parte

Cuando yo estudiaba teología, allá por los años sesenta del siglo pasado, teníamos como libro de texto sobre la Iglesia unos apuntes a multicopista. Al tratar el primado de Pedro se nos presentaban estas tres afirmaciones consecutivas, que trascribo literalmente, en latín, por supuesto:

1)     “Deus est petra”. Numerosos textos del Antiguo Testamento.

2)     “Christus est petra”. Otros textos para demostrar esta afirmación.

3)     “Petrus est petra”. El texto que venimos comentando.

La triple afirmación en cadena producía la inquietante sensación de que se divinizaba a Pedro… Pero no tenías otros elementos de análisis. Ahora podemos preguntarnos: ¿Dónde está la trampa? O quizá mejor dicho: ¿Dónde está la confusión? Porque parece bastante claro que algo no funciona.

La traducción de Juan Mateos aclara esa confusión. Efectivamente, la roca no es Pedro. La roca es la fe de Pedro. Ahí está la gran diferencia. Juan Mateos comentaba con viveza la enorme liberación interior que había significado para él cuando descubrió en este pasaje la diferencia entre piedra y roca. Ahora tenemos muchos más instrumentos y medios. Pero él había estudiado una teología preconciliar acentuada con todos los agravantes del nacionalcatolicismo tras la recién terminada guerra civil española. Claro que significó una profunda liberación interior. Por eso llegó a decir en otra ocasión que una buena traducción puede cambiar una vida. La suya desde luego cambió.

Ahora podemos volver a las tres afirmaciones anteriores para descubrir el verdadero sentido, incluso añadiendo una cuarta afirmación.
1.- Dios es roca. Esta metáfora tan sugerente se enmarca en la experiencia del desierto. La roca es un punto de referencia inamovible cuando se producen tormentas de arena que pueden transformar el paisaje en pocos minutos. Esa misma roca es también refugio seguro que protege frente a la tempestad. La invocación de David referida más arriba (2Sam 22,2) es motivo de oración en varios salmos: “mi Dios, la roca que me protege” (Sal 18,2). “Sé tú mi roca protectora… ¡Tú eres mi roca y mi castillo! (Sal 31,2-3; cf 71,3; 94,2).
2.- Jesús Mesías es la piedra angular que desecharon los constructores. El  rechazo de los dirigentes judíos al mensaje y a la persona de Jesús pesa mucho en todo el NT. Los textos reflejan una constatación dolorosa y desconcertada. Al mismo tiempo contienen una especie de reto y de autoafirmación en la fe. Más arriba cito varios textos. Y Pablo lo tiene muy claro: “un cimiento diferente del ya puesto, que es Jesús Mesías, nadie puede ponerlo” (1Cor 3,11).
3.- La fe de Pedro es la primera piedra que se coloca sobre la piedra angular para edificar la comunidad.
Jesús felicita a Pedro por su confesión de fe y porque esa afirmación de fe se la ha comunicado directamente el Padre del cielo. A partir de esa roca que es la fe de Pedro arranca la comunidad de Jesús. La pregunta hecha a Pedro se convierte en el paradigma del recorrido que realiza cada persona creyente para llegar a la misma confesión de Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
4.- Nuevas piedras se van añadiendo para continuar edificando la comunidad. Lo afirma con toda claridad el propio Pedro: “también vosotros, como piedras vivas, vais entrando en la construcción del templo espiritual” (1Pe 2,5). La primera carta de Pedro, aceptada generalmente como auténtica, nos indica que Pedro se había quedado muy bien con el cante. Por otra parte, las palabras que dice Jesús a Pedro (“lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”)
las aplica poco después a todos los miembros de la comunidad: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 18,18).

Todo el pasaje que comentamos se considera un relato teológico más que una narración histórica. Es decir, refleja la fe de la comunidad, expresada en forma de relato. Una técnica literaria y catequética que es muy frecuente en los evangelios y en otros escritos bíblicos. Lo mismo que hablamos del Jesús histórico y del Cristo de la fe, también se ha establecido un paralelo entre el Simón de la historia y el Pedro de la fe.

Efectivamente, Pedro tuvo una capacidad conciliadora entre las dos primeras incipientes comunidades: la judeocristiana, liderada por Santiago, el hermano del Señor, y la helenista, liderada por Pablo. Por cierto, que ninguno de los dos líderes pertenecía al grupo de los Doce. Y ninguno de los dos era aceptado por el grupo contrario.

Ahí está Pedro que no era el líder ideal para ninguna de las dos comunidades. Por una parte, tras la conversión del centurión Cornelio “cuando Pedro subió a la ciudad de Jerusalén, los partidarios de la circuncisión le reprochaban:

 -Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos.” (Hch 11,2-3). Y, del otro lado, Pablo se enfrentó a Pedro en Antioquía: “tuve que encararme con él, porque se había hecho culpable. Antes que llegaran ciertos individuos de parte de Santiago, comía con los paganos; pero llegados aquéllos empezó a retraerse y ponerse aparte, temiendo a los partidarios de la circuncisión.” (Gál 2,11-12).

Ese Pedro, nada autoritario y más bien indeciso, tuvo la suficiente capacidad de maniobra para llegar a un consenso en la asamblea de Jerusalén, hacia el año 50 (Hch 4,15-29).  La comunidad cristiana reconoce en Pedro esa capacidad para la conciliación y el consenso. Un liderazgo efectivo que nada tiene que ver con la sucesión apostólica o con un supuesto y anacrónico obispado de Pedro en Roma.

Rodeando toda la gigantesca cúpula de la basílica de San Pedro en Roma, aparece inscrita en griego y en latín la frase que estamos comentando. Prescindiendo de la deslumbrante belleza del edificio, uno tiene la aplastante evidencia, una irritada y entristecida evidencia de que esa  proclamación triunfalista contradice frontalmente las palabras que Jesús dijo a Pedro. Nos encontramos más bien ante una manifestación patológica de vanidad humana, sacralizada y transfigurada en soberbia religiosa: la única religión verdadera… esa tentadora aspiración de tantas religiones.

Por mi parte, prefiero volver a la humilde metáfora que utiliza Pedro en su carta: “piedras vivas”, personas activas, dinámicas y comprometidas que van construyendo lo que Pedro llama “el templo espiritual”. Es decir, una comunidad de personas iguales, con liderazgos y con responsabilidades compartidas…: ¡piedras vivas!

Pope Godoy